sábado, 18 de febrero de 2012

Antonio Gramsci

OPRIMIDOS Y OPRESORES

[XI-1910; 2000, II, 13-15] (Ejercicio escolar compuesto durante la última clase del Liceo Giovanni Maria Dettori, de Cagliari (Cerdeña). La fecha es sólo aproximada.)
Es de verdad admirable la lucha que lleva la humanidad desde tiempos inmemoriales, lucha incesante con la que se esfuerza por arrancar y desgarrar todas las ataduras que intenta imponerle el ansia de dominio de uno solo, de una clase o también de un pueblo entero. Es ésta una epopeya que ha tenido innumerables héroes y ha sido escrita por los historiadores de todo el mundo. El hombre, que al llegar un cierto momento se siente libre, con conciencia de su propia responsabilidad y de su propio valor, no quiere que ningún otro le imponga su voluntad y pretenda controlar sus acciones y su pensamiento. Porque parece que sea un cruel destino de los humanos este instinto que los domina de querer devorarse los unos a los otros, en vez de hacer que converjan las fuerzas unidas de todos para luchar contra la naturaleza y hacerla cada vez más útil para las necesidades de los hombres. Y en vez de eso, cuando un pueblo se siente fuerte y aguerrido, piensa enseguida en agredir a sus vecinos, rechazarlos y oprimirlos. Porque está claro que todo vencedor quiere destruir al vencido. Pero el hombre, que por naturaleza es hipócrita y fingido, no dice "quiero conquistar para destruir", sino "quiero conquistar para civilizar". Y todos los demás, que le envidian y esperan su turno de hacer lo mismo, fingen creerlo y le alaban.Y así hemos tenido que la civilización ha tardado más en difundirse y progresar; así ha ocurrido que razas de hombres nobles e inteligentes han quedado destruidas o están en camino de apagarse. El aguardiente y el opio que los maestros de la civilización les repartían abundantemente han consumado su obra deletérea.

Luego, un día, se difunde la voz: un estudiante ha matado al gobernador inglés de la India; o bien: los italianos han sido maltratados en Dogali; o bien: los boxers han exterminado a los misioneros europeos, y entonces la vieja Europa impreca horrorizada contra los bárbaros, contra los salvajes, y se proclama una nueva cruzada contra aquellos pueblos desgraciados.
Y obsérvese que los pueblos europeos han tenido sus opresores y han sostenido luchas sangrientas para liberarse de ellos, y ahora levantan estatuas y recuerdos marmóreos a sus libertadores, a sus héroes, y hacen una religión nacional del culto a los muertos por la patria. Pero no se os ocurra decirles a los italianos que los austríacos vinieron a traer la civilización: hasta las columnas de mármol protestarían. Nosotros sí, nosotros sí que hemos ido a llevar la civilización y, efectivamente, aquellos pueblos nos han cogido gran afecto y agradecen su suerte al cielo. Ya se sabe: sic vos non vobis. La verdad, en cambio, estriba en una codicia insaciable que todos tienen de ordeñar a sus semejantes, de arrancarles lo poco que hayan podido ahorrar con sus privaciones. Las guerras se hacen por el comercio, no por la civilización: los ingleses han bombardeado no sé cuántas ciudades de la China porque los chinos no querían su opio. ¡Vaya civilización! Y los rusos y los japoneses se han disfrazado para conseguir el comercio de Corea y de Manchuria. Se dilapidan los bienes de los súbditos, se les arrebata toda personalidad; pero eso no basta a los modernos civilizadísimos: los romanos se contentaban con atar a los vencidos a sus carros triunfales, pero luego ponían la tierra conquistada en la condición de provincia: ahora, en cambio, lo que se querría es que desaparecieran todos los habitantes de las colonias para dejar sitio a los recién llegados.
Y si entonces un hombre honrado se levanta para reprochar esas prepotencias, ese abuso que la moral social y la civilización sanamente entendida deberían impedir, no encuentra más que burla, porque es un ingenuo y no conoce las maquiavélicas consideraciones que dominan la vida política. Nosotros los italianos adoramos a Garibaldi; desde niños nos han enseñado a admirarle; Carducci nos ha entusiasmado con su leyenda garibaldina. Si se preguntara a los niños italianos quién querrían ser, la gran mayoría escogería ciertamente ser el rubio héroe. Recuerdo que en una manifestación en la Conmemoración de la independencia un compañero me dijo: pero ¿por qué gritan todos "¡Viva Garibaldi!" y ninguno "¡Viva el rey!"?, y yo no supe darle ninguna explicación. En suma, todos en Italia, desde los rojos hasta los verdes y los amarillos, idolatran a Garibaldi, pero nadie sabe apreciar verdaderamente la alta idealidad suya, y cuando mandaron los marineros italianos a Creta para que arriaran la bandera griega izada por los sublevados y volvieran a poner la bandera turca, ninguno lanzó un grito de protesta. Claro: la culpa era de los candiotas que querían perturbar el equilibrio europeo. Y ninguno de los italianos que tal vez aquel mismo día aclamaban al héroe libertador de Sicilia pensó que Garibaldi, si hubiera vivido, habría sostenido también el choque con todas las potencias europeas para hacer ganar a un pueblo la libertad. ¡Y luego se protesta cuando alguien viene a decirnos que somos un pueblo de rectores!
Y quién sabe cuánto tiempo durará todavía ese contraste. Carducci se preguntaba: "¿Cuándo será alegre el trabajo? ¿Cuándo será seguro el amor?" Pero todavía estamos esperando una respuesta, y quién sabe quién sabrá darla. Muchos dicen que el hombre ha conquistado ya todo lo que debía conseguir en la libertad y en la civilización, y que ahora no le queda más que gozar el fruto de sus luchas. Yo creo, en cambio, que hay mucho más por hacer: los hombres están sólo barnizados de civilización y, en cuanto se les rasca, aparece inmediatamente la piel de lobo. Los instintos se han amansado, pero no se han destruido, y el único derecho reconocido es el del más fuerte. La revolución francesa ha abatido muchos privilegios, ha levantado a muchos oprimidos; pero no ha hecho más que sustituir una clase por otra en el dominio. Ha dejado, sin embargo, una gran enseñanza: que los privilegios y las diferencias sociales, puesto que son producto de la sociedad y no de la naturaleza, pueden sobrepasarse. La humanidad necesita otro baño de sangre para borrar muchas de esas injusticias: que los dominantes no se arrepientan entonces de haber dejado a las muchedumbres en un estado de ignorancia y salvajismo, como están ahora.

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