José Luis Rebellato (1)
“El sistema vacía el
lenguaje de contenido, no por el placer de una pirueta técnica, sino porque
necesita aislar a los hombres para dominarlos mejor. El lenguaje implica comunicación y resulta,
por tanto, peligroso en un sistema que reduce las relaciones humanas al miedo,
la desconfianza, la competencia y el consumo.” (Eduardo Galeano) (2).
Me he decidido a comenzar este artículo
con este texto de Eduardo Galeano, porque creo que el lenguaje, entendido como
comunicación, es un eje central del pensamiento de Paulo Freire. Estoy pensando en el lenguaje en su sentido
más profundo: apertura a los otros, diálogo, encuentro y compromiso. El lenguaje verbal -al cual Freire dio tanta
importancia, pues era un apasionado de las conversaciones-, pero también el
lenguaje no verbal, gestual, corporal, escénico. Un lenguaje cargado de deseo, capaz de
despertar energías y potencialidades y de comprometerlas en los procesos de
transformación. El lenguaje como
resonancia. Sin lenguaje, sin
comunicación y sin deseo (sin pasión, como diría Gramsci) no hay una
transformación que involucre las estructuras y las subjetividades. El lenguaje entendido como performance, como
ejecución de actos, como actuación.
Pienso en las reflexiones sugerentes de la educadora y crítica teatral
cubana Magaly Muguercia, quien nos habla de la educación popular y de la
comunicación como dimensiones del escándalo de la actuación (3).
La comunicación es insoportable para un
sistema que ha hecho de la fragmentación su piedra de toque. El neoliberalismo realmente existente se
afianza con una coherencia ideológica que parece inamovible. Se impone como pensamiento único, con una
fuerza dogmática. Volviendo a la era de
la sacralización, sostiene enérgicamente: fuera del mercado no hay
salvación. Y lo que ha logrado es que el
mercado y sus valores de competencia, destrucción y victimización, nos
penetren, se instalen en nuestras vidas y conformen nuestros deseos. Ha hecho de la vida cotidiana un campo de
batalla fundamental, lo que para muchos pasa inadvertido. Nos ha inducido a la ceguera frente a la
exclusión, al olvido y a la desmemoria.
No podía ser de otra manera, cuando el neoliberalismo realmente existente,
para nosotros, latinoamericanos, se impuso autoritariamente con las dictaduras
militares, destructoras de la vida, negadoras de la pregunta, expresiones del
miedo. Y prosiguió, consolidándose con
la primavera de las democracias, muy pronto recordadas, negociadas y amenazadas
(4).
En este contexto, Paulo Freire es para
nosotros un mensajero de la esperanza.
Un educador y luchador de la esperanza, que apostó a la vida, a la
liberación, a las potencialidades y al protagonismo de los sectores populares. Su vida y su pensamiento son una llamada
permanente para que nos comprometamos a ser educadores de la esperanza y no
educadores de la resignación. Nos lo recuerda Carlos Nuñez en su hermosa introducción a la Pedagogía de
la esperanza: “Así es la verdad del Pablo que conozco, así lo leo con pasión y
entusiasmo), cuando en medio de la debacle, de flaquezas y traiciones, nos hace
recorrer su propia vida, dando cuenta en ello del constante aprendizaje que su
propia práctica comprometida le ha dado y que él tan impactantemente ofreció y
ofrece al mundo” (5).
De algo de esa práctica y teoría tan
impactantes deseo dar cuenta en estas breves reflexiones. Me ha parecido oportuno partir primero de un
testimonio de vida cercano a los educadores uruguayos; luego señalaré algunos
temas de la reflexión de Paulo) que son particularmente importantes y vigentes
para el momento actual; por fin -y sobre la base del paradigma del diálogo y de
la comunicación- trazaré algunas líneas de relación con el pensamiento de Jürgen
Habermas.