Baruch, de Diego Tatián, es un pequeño libro que sin proponerlo
—tal vez incluso sin proponérselo— toca de lleno tres cuestiones relevantes
para la literatura argentina actual: la del género, la del autor
y la del escribir.

Esta atención de Baruch sobre la figura y la vida de Spinoza remite a la
cuestión del autor. Spinoza publicó el Tratado teológico-político
de manera anónima, temeroso de las reacciones furiosas que podía despertar en
tiempos en que ciertos libros eran considerados crímenes (en 1674, después de
algunas reimpresiones, el libro fue prohibido). En 1739 David Hume publicó su Tratado
de la naturaleza humana sin que conste su nombre, considerando que la obra
debía valer por sí misma, sin que tuviese importancia la persona de quien la
escribió. Alentados por las reflexiones de Mallarmé, escritores como Maurice
Blanchot, Roland Barthes y Michel Foucault han discutido en el siglo XX la
importancia del autor y han preferido poner el acento sobre los textos sin
indagar en las vidas y personalidades de quienes los escribieron. Rimbaud,
Salinger, Pynchon, Blanchot, decidieron ser invisibles: que la gloria, el
repudio y las preguntas se dirijan a sus escritos y no a ellos. ¿Es realmente
preciso dejar de preguntarse por la figura del autor? Tatián, al titular su
libro Baruch, al valerse del nombre de pila del filósofo holandés,
responde negativamente a esa pregunta y reclama familiaridad con el hombre: se
pregunta por lo que estaba ante los ojos de Spinoza al momento en qué escribió
ciertas palabras de la Ética, imagina cuáles pueden haber sido sus
pensamientos en tales y cuales ocasiones, indaga por el destino de aquellos
objetos que estuvieron en manos del filósofo holandés. Por tal proceder, este
libro acerca de un filósofo cuya obra trata sobre la felicidad, es un libro
triste. Nunca podremos oír el pensamiento de Spinoza en el español que era su
lengua natural. Nunca sabremos si recibió el preparado de rosas que le
encomendó a su amigo. El hombre, Baruch, es página tras página una figura que
se diluye y se borra. ¿Por qué emprender la tarea melancólica de intentar ver
un rostro que nos está vedado por la distancia y el tiempo? ¿Qué es lo que
buscamos allí? Tatián tiene en cuenta lo que sufrieron Orfeo (que pierde a su
mujer cuando se da vuelta para preguntarle si está cansada mientras escapan del
infierno) y la mujer de Lot (que se transforma en estatua de sal al darse
vuelta hacia la ciudad de Sodoma arrasada por Dios) al mirar lo que estaba
detrás y tenían vedado, pero entiende que esos gestos inseguros y melancólicos
son gestos de amor. Y su libro es un texto de amor a Spinoza. Lo que lleva a la
última cuestión.
“Se escribe, tal vez, por amistad”, dijo Tatián alguna vez. En Baruch se
enfatiza que las obras de Spinoza no son mero producto de una solitaria tarea
de reflexión filosófica; Tatián habla de los amigos, de las cartas, de los
diálogos, de la filosofía y la escritura como actividades grupales, solidarias,
cómplices. Escribir, leer, tal vez, son simplemente un motivo para seguir
hablando con personas queridas y para hacer nuevas amistades. Esta aproximación
de Tatián a la cuestión de la vida en torno a los libros, gracias a su falta de
grandilocuencia, es hermosa.
Y Baruch, como esos momentos en que pensamos por qué queremos tanto a
nuestras amistades, como esos momentos en que sentimos ganas de abrazar a
nuestras amigas y amigos, es un libro hermosísimo.
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