jueves, 12 de enero de 2012

Tu Cuerpo ¿Una obra de arte?

Por Fidel Pirona
 
El hecho de que un artista de vanguardia nos estampe su firma en un glúteo no representa la única ocasión en la vida para considerar nuestros cuerpos como una obra de arte. Para ser sujeto y objeto de arte corporal en un diario vivir, es decir, más allá del mundillo del museo, nos basta con atender la estética corporal cotidiana que cada uno de nosotros cultiva como proyecto personal más o menos conscientemente. Pero, claro está, tal atención no debemos reducirla al frívolo abordaje que de este tema uno podría hallar en revistas de salones de belleza. Y ello porque la estética corporal cotidiana, de la que trataremos a continuación en sus estilos neoclásico y neobarroco (uno propio de fisicoculturistas y metrosexuales, y el otro propio de amantes del tatuaje, piercings y demás modificaciones corporales), expresa la construcción de nuestra identidad en conformidad o inconformidad con ciertos condicionamientos sociales hegemónicos; siendo así toda una problemática antropológica y política a flor de piel.
Sabemos que nuestro cuerpo es la estructura física y material del homo sapiens. No extraña, pues, que algunos intelectuales y religiosos suelan subvalorarlo como la parte más superficial del ser humano, de la que aquéllos gustan desprenderse soñando con mundos inmaterializados existentes sólo en sus cabezas. Pero tal pérdida de conexión con el cuerpo implica una desconexión con la naturaleza material de la Madre Tierra , una negación de la mortalidad constitutiva de todo hombre y mujer, y un olvido de sí. Porque más allá de esos esquizofrénicos dualismos cuerpo/mente o materia/espíritu, somos “almas encarnadas” que unificamos lo uno y lo otro, y, por tanto, el cuerpo es una suerte de expresión densa de nuestra psique o, al menos, el barro donde quedan registradas las huellas de nuestra vida anímica. Bien lo reconocen los psicoanalistas cuando, por ejemplo, determinan que la obesidad no sólo se resuelve cambiando hábitos alimenticios y estilos de vida sedentarios o aplicando liposucción, tal como nos hacen creer muchos programas televisivos, sino que también exige tomar en cuenta la dinámica emocional del sujeto por la cual éste no resiste la satisfacción erótica del consumo de comida. Efectivamente, de carne y hueso está hecho el primer punto de partida de un largo viaje de autoconocimiento.
 
Cuando nuestra alma o psique despierta como un cuerpo materialmente más líquido que sólido, nos damos cuenta primero que dicha materia de plasma ha sido organizada por la Naturaleza en una forma o apariencia distinguible del resto de los animales y vegetales, configurándole partes en perfecta relación a cada una de nuestras funciones orgánicas. Si la morfología es aquella parte de la biología que estudia la forma y estructura de los seres vivos, afirmemos entonces que morfológicamente se nos ha descrito como seres “antropomorfos” (o con forma humana); aunque, por supuesto, nuestro cuerpo de homo sapiens es una evolución de la apariencia zoomorfa de primates y demás monos.
 
Ahora bien, dentro de la forma antropomorfa no existe una única morfología. Obviamente los humanos presentamos por naturaleza diferentes apariencias, ninguna mejor que la otra. En la década de 1940 dicha heterogeneidad de formas humanas fue agrupada por el Dr. William Sheldon dentro de tres grandes tipos de cuerpo. Hablamos de su célebre teoría de los “biotipos” o “somatotipos”, en la que el cuerpo humano, en función del temperamento del individuo, la forma de su esqueleto, metabolismo y nivel de grasa, podía ser clasificado como “ectomorfo”, “mesomorfo” o “endomorfo” (también “Diana”, “Venus” o “Calypso”, respectivamente, en el caso de la mujer). En resumen, el ectomorfo, al invertir su energía en actividades intelectuales, se caracterizaría por mostrar delgadez, fragilidad y delicadeza en su cuerpo, debido a su musculatura ligera, pecho plano, costillas prominentes, hombros caídos y brazos largos. El mesomorfo, por su parte, al enfocar su energía en actividades más físicas, se caracterizaría por un cuerpo musculoso, de aspecto rectangular, fuerte o duro, debido a un tórax más ancho que el abdomen, brazos macizos y piel gruesa. Mientras que el endomorfo, al canalizar su energía en la pasividad del confort, se caracterizaría por la redondez y blandura de su cuerpo, debido a la acumulación de grasas en el tórax, abdomen y caderas, a cierto subdesarrollo muscular y a extremidades cortas. Al final, casi nadie representa uno de estos biotipos exclusivamente cual caricatura, sino que se dan combinaciones entre ellos en un mismo cuerpo.
 
Siendo, pues, los biotipos la manera como entendemos las configuraciones que la Naturaleza hace con nuestra figura antropomorfa, llamemos “naturalista” a la estética corporal cotidiana de quienes no introducen modificaciones artificiales en su apariencia por conformarse con su biotipo o mezcla de ellos. Sin embargo, por más natural que uno quiera ser, todo cuerpo humano está revestido de cultura, de imaginario, de lenguaje, precisamente por ser de humanos. Nuestro cuerpo no escapa de ser campo de aplicación de nuestros artificios. Y para ello sólo ha bastado que almas inquietas dentro de una forma corporal quizás insoportablemente fija, quieran liberarse subvirtiendo o transformando los límites naturales de su presencia encarnada hasta encontrar alguna apariencia con que mejor se identifiquen individual y colectivamente. Entonces es cuando uno está consciente, cual artista corporal, de que su cuerpo es un material plástico, de que su estética corporal cotidiana es susceptible de ser cultivada y modelada como proyecto personal en momentos de ocio, y de que en todo esto juega un rol decisivo la belleza o sentimiento de placer subjetivo suscitado al contemplar formas objetivas.
 
El cultivo de la estética corporal en nuestra cotidianidad urbana presenta básicamente dos estilos morfológicos contrapuestos entre sí: uno neoclásico y otro neobarroco. Una aproximación teórica al cuerpo neoclásico la efectuó paradójicamente Omar Calabrese en su libro La Era Neobarroca (1989). Allí se aclara que lo neoclásico no son formas ni juicios de valor gustosos por retornos a imágenes del pasado, sino todo modelo morfológico subyacente a cualquier fenómeno que lo dote de orden, estabilidad, simetría y armonía en su apariencia. Calabrese ejemplifica la búsqueda de estas “cualidades de perfección” en ese ideal de cuerpo heroico o amazónico tomado de la Grecia Clásica con que hoy esculpen sus músculos los practicantes de “físicoculturismo” (bodybuilding y fitness). En efecto, desde el primer concurso organizado por Eugen Sandow en 1901, esta inflación corporal por la hipetrofia cada vez más definida y voluminosa de masa muscular, mediante alzamientos de pesas, dietas proteínicas y reposos, ha exigido un modelado escultórico según leyes de proporción simétrica de las diferentes partes cuerpo, a fin de satisfacer el momento competitivo de este “deporte estético”: la pose. No obstante, la evidente popularidad de esta estética corporal neoclásica en productos mediáticos (desde comics de superhéroes hasta el porno) y el consecuente deseo de conversión de tantos y tantos ectomorfos y endomorfos en mesomorfos (y no al revés), revela sus notas prescriptivas y normativas como canon de belleza de la cultura occidental. Es decir, todo lo que se adecúe al mismo se valora estéticamente bello y éticamente bueno, y lo que no se adecúe se sanciona arbitrariamente como feo y malo, con todas las discriminaciones consecuentes.
 
Por supuesto, esto no es lo único que significa “buena presencia” en los criterios de admisión de ciertos locales y empresas. La estética corporal neoclásica no se reduce a casos de fisicoculturismo como estudió Calabrese. Un concepto propuesto por el periodista Mark Simpson en 1994 abarca más matices y capta mejor la erótica psico-social del estándar dominante: los “metrosexuales”. Denunciado al principio como una estrategia de mercado para atraer a varones heterosexuales hacia el mundo hasta entonces más femenino de la moda, la higiene personal y los cosméticos (del griego kosmos = orden u ornamento), potenciando así más consumidores idóneos para salones de belleza, spas, gimnasios y  quirófanos de cirugía plástica, los metrosexuales, hoy hombres y mujeres de cualquier orientación sexual, son la expresión contemporánea de la democratización de un culto a la esbelta hermosura de top models por parte de la publicidad en las sociedades de consumo (“belleza es salud y fealdad es enfermedad, vejez y muerte a proscribir”).  Sabemos que el cuerpo de modelos suele emplearse en cuñas, vallas y portadas publicitarias para fetichizar o dar significado erótico al producto anunciado, potenciando su atractivo como objeto de deseo. De los metrosexuales suele decirse que son narcisistas, es decir, enamorados de sí mismos que, por ende, son su propio objeto de deseo; mas afirmar esto es descartar el obvio hecho de que gustan ser objeto de deseo para otros, el atraer visualmente con fines afectivos, sexuales o de ascenso social (“operación colchón”). Pero, ya sean fisicoculturista o metrosexuales, un narcisista es clínicamente alguien que, por no desarrollar su personalidad autoconociéndose, siente vacío e irreal su yo interior hasta el punto de depender del mundo externo para encontrar espejos que le reflejen alguna identidad. Justo allí el canon neoclásico parece imponerles por presión social un ego falso o autoimagen formada cual molde; puesto que no requiere las invenciones resultantes de un sujeto que se afirma a sí mismo, sino adecuación de todo individuo a su sexy patrón académico. Total, como dijo una joven a la escritora Martha Satne: “Un bello cuerpo es un pasaporte. Nos permite atravesar las puertas más vedadas para alcanzar el sueño de nuestra vida”.
No obstante, como lo formalmente estable, ordenado, regular y simétrico no agota los gustos del universo cultural contemporáneo, importa atender también qué formalmente inestable, desordenado, irregular y asimétrico hallamos en el cultivo de la estética corporal cotidiana. Precisamente por anticlásica, Calabrese definía como neobarroco a todas aquellas viejas y nuevas poéticas ligadas a la desestabilización, metamorfosis, polimorfismo e incertidumbre de las formas de cualquier fenómeno, en tanto que expresiones de un cambio de mentalidad en la cultura por las actuales turbulencias y fluctuaciones del sistema de valores vigentes. Buen ejemplo de esto resulta para este autor la postmoderna fascinación hacia los monstruos de cine de ficción, a causa de esa maravillosa y misteriosa excedencia espiritual de éstos, manifiesta en una desmesura más allá de toda norma de sus morfologías informes y mutantes; quienes suspenden, anulan o neutralizan así los juicios de alabanza o desaprobación estética y ética propios de los modelos morfológicos neoclásicos. Lamentablemente, Calabrese no estudia tales rasgos anticlásicos en relación directa con el cuerpo humano; de allí que para configurar una estética corporal cotidiana neobarroca conviene ahora apoyarnos en un artículo de Alfredo Bryce Echenique, intitulado “Se exhiben cuerpos desfigurados y distorsionados” (2001), donde explícitamente es abordado lo corporalmente monstruoso, grotesco y hasta freak (anormal) con que algunos humanos experimentan construirse una identidad transgresora respecto al canon de belleza, sin considerarlo de modo negativo o causa de complejos.
 
 Con base en Mikhail Bakhtin, la diferencia para Bryce Echenique entre un cuerpo “clásico” o “canónico” y uno “desfigurado” o “distorsionado” (es decir, neobarroco) radica en la clausura o apertura de la forma antropomorfa con relación al entorno. En este sentido, mientras que quien cultiva cotidianamente una estética corporal neoclásica gusta presentar la apariencia de su cuerpo completa, impenetrable, racional e individual, mediante el cierre de todo orificio que posibilitaría la unión de su cuerpo con el mundo externo y la visibilidad de funciones intracorporales, incluso de fecundidad, gestación y alumbramiento (por ejemplo, los cuerpos atemorizantemente perfectos de la serie fotográfica “Fe, honor y belleza” de Anthony Aziz y Sammy Cucher, 1992); quien cultiva cotidianamente una estética corporal neobarroca, por el contrario, parece no prohibir, ocultar o disimular nada de esto, pues gusta de enfatizar los orificios, protuberancias y convexidades suyas con que interactúa con otros cuerpos, manteniendo siempre su morfología en proceso de construcción. Casos hermosamente monstruosos de ello para Bryce Echenique son los amantes de tatuajes, piercings y demás modificaciones corporales. Como se sabe, el tatuaje no sólo “abre la piel” por los continuos pinchazos de una aguja para inyectar tinta debajo de la epidermis, sino también por explotar esa “transparencia” de este órgano que permite el paso de la luz para ver la imagen allí representada. El piercing o perforación es literalmente una abertura en cualquier parte carnosa o cartilaginosa del cuerpo para colocar un pendiente. Sumándole otras modificaciones corporales tales como las escarificaciones (o arte de las cicatrices), los brandings (o arte de las quemaduras), además de distintos tipos creativos de implantes subcutáneos, tenemos así todo un repertorio de aperturas que introducen metamorfosis, irregularidad e informalismo en la forma antropomorfa.
 
Aunque hoy esté de moda, esta estética corporal neobarroca expresa aún inconformismo o identificación con ciertas subculturas por parte de individuos quienes, experimentando una identidad personal con los límites entre el yo y el otro, transgreden sacrificialmente sus cuerpos para pregonar una ruptura con las presuntas normas, prejuicios y convencionalismos del canon de belleza neoclásica. Sin duda, la ambivalencia obtenida corporalmente entre lo cómico y lo horrible, atrae y repele al mismo tiempo desde una perspectiva no sólo erótica; pero éste es el riesgo social que asume quien se hace dueño de su propio cuerpo por pensar de modo divergente o creativo, en vez de ceder su cuerpo a un  canon que estandariza lo bello, garantiza la aceptación de los demás y hasta ahorra la responsabilidad de construir una personalidad independiente. Porque, como afirmara Calabrese, toda estética neoclásica no exalta la subjetividad, diversidad y relatividad de los juicios de valor, mucho menos un espacio para la duda, la crisis y el experimento. Su característica es siempre la minimización del sujeto juzgante y sus turbulencias, brindando al colectivo aquellas certezas objetivas de conducta cuya estabilidad resulten más económicas por generar comportamientos previsibles y seguros. Quizás esto es generalizar y hasta simplificar un poco las cosas, pues lo neoclásico y lo neobarroco al final conviven y muchas veces se mezclan en la estética corporal cotidiana. Pero al menos podemos ahora tratar con más propiedad un tema tan importante que paradójicamente muy mal nos enseñan: la “cultura corporal” en tanto que lo sagrado de respeto y lo sagrado de transgresión de nuestro templo de carne y alma.
 Diciembre de 2010.

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