por Daniel Molina Jiménez
Es imposible para cualquier persona dedicada al estudio de
la política, de la sociedad o de la economía, dejar de destacar la obra de
Antonio Gramsci. Y es imposible, no solo porque en sí misma tenga importancia,
sino por el valor intelectual que tuvo el pensador italiano al elaborar una
teoría política del marxismo como ha puesto de manifiesto con notoria
admiración Hobsbawm en Cómo cambiar el mundo. En este libro, de lectura algo
reiterativa, pero con algunas interesantes ideas, el viejo marxista británico
insiste en la insuficiencia de lo político como algo de lo que siempre adoleció
Marx en sus análisis (aunque sea incuestionable la importancia del modelo
base-superestructura o el análisis que tiene que ver con la economía política:
El capital). Hobsbawm se refiere a lo político como elemento condicionante del
cambio social, no tanto al análisis de las estructuras políticas.
En cualquier
caso, el modelo base-superestructura planteado por Marx resultaba rígido
incluso para los propios comunistas italianos. Por supuesto, la aplicación
ortodoxa del marxismo (Marx siempre rechazó la aplicación y utilización de su
pensamiento político como si éste fuera un todo perfecto o algo fijo y acabado:
“Yo desde luego no soy marxista” le confesó a Engels) era algo completamente
residual en el socialismo europeo de principios de siglo (el que sale de la II
Internacional creada en 1889). Solo se circunscribió a la URSS al final de la
guerra con el ejército blanco, puesto que, anteriormente, Lenin y los
Bolcheviques también pensaban que se trataba de algo que había que reformular
(y vaya si reformuló el propio Lenin a través de la Nueva Política Económica
que consistía en la aplicación pura y dura del mercado libre). Incluso el
Marxismo-Leninismo difería en aspectos fundamentales del análisis de Marx, pero
esto es algo imposible de abordar aquí.
En cualquier caso, paradójicamente, Gramsci, al ser
encarcelado en 1926 por Mussolini, en palabras de Donald Sasson, encontró en la
cárcel la suficiente libertad intelectual respecto de sus camaradas
(especialmente frente su conflicto permanente con Togliatti y la URSS de
Stalin), para elaborar una teoría política que, en realidad, es más un análisis
de los movimientos de clase y del comportamiento de la sociedad y de las
élites. Leyendo a Gramsci sucede lo mismo que con Nietzsche que, por motivo de
graves problemas de salud, tenía que escribir de manera muy espaciada y a
través de ideas sencillas y simplificadas (el filósofo alemán llamó a esas
creaciones aforismos). Gramsci que, mientras escribía su teoría de la hegemonía
estaba gravemente enfermo de tuberculosis, resulta en ocasiones críptico y algo
disperso en su lectura. Pero en cualquier caso, la idea feliz que tuvo fue
pensar al Estado como una estructura independiente frente a un número de
variables (líderes políticos, intelectuales, poderes corporativos, grupos de
interés, religiones, capitalistas de diverso tipo…) que sostenían una lucha
para controlar y determinar el poder. Es decir, el Estado que para Marx era una
superestructura burguesa sobre la que no quedaba otro remedio que la superación
a través de la construcción de un Estado socialista que acabara con las clases
sociales, para Gramsci, no era otra cosa que un contenedor en el que se
libraban combates ideológicas (de ahí surge la idea no tan feliz – y
funestamente interpretada – del intelectual orgánico). Había pues una relación
entre Estado y sociedad civil. La sociedad civil envolvía y protegía al Estado.
De manera que para transformar el Estado, había que conquistar primero la
hegemonía de la sociedad civil. Lo novedoso de este análisis es el rechazo de
facto de la teoría del derrumbe del capitalismo y, también, más importante, el
esquema de estructura de clases que pasaba a ser móvil pero también permeable,
puesto que las relaciones sociales son cambiantes.
Este breve recordatorio de las tesis del líder italiano,
que, de facto, estaba reconociendo la validez de las ideas formuladas a
principios de siglo XX por Bernstein del socialismo como proceso, en lugar de
objetivo o estado final, resulta útil para poner de manifiesto un problema que arrastra
nuestra democracia. No se trata de ninguna formulación teórica compleja. España
tiene un problema en el comportamiento de su sociedad (pero especialmente de
sus élites) -que tienden a la corrupción– y que en ocasiones, escapan con
facilidad de cualquier tipo de responsabilidad (por supuesto, política, pero
también legal). El motivo es sencillo. En España hay una delgada separación
entre administradores y políticos.
Se ha estudiado poco y, sin embargo, es de vital
importancia. Aunque para tratar de entender todo esto tenemos que superar la
mera retórica: son corruptos, nos engañan, se llevan el dinero crudo… Por
supuesto, todo esto es cierto, pero si no queremos caer en un bucle enunciativo
que no lleva a ninguna parte concluyente, o mejor, que lleva a la más pura
frustración, y, por otro lado, para evitar la afición que existe en el mundo
académico de aniquilar procesos a través de categorías o fronteras conceptuales
artificiales, tenemos que situar el debate en los orígenes sociales e
ideológicos de las élites, en las concepciones que éstas tienen sobre la
política y sobre la administración. Pero también, introducir una perspectiva
temporal.
En la Transición política española, la teoría de Gramsci
funciona a la perfección. En el tránsito de la dictadura a la democracia jugó
un papel de enorme interés la clase política y las élites intermedias. El
Estado franquista contaba con administradores que no eran otra cosa que los
encargados de asegurar la vinculación entre el Régimen y la sociedad. De manera
que podemos incluir a toda la burocracia jurídico-gestora del Movimiento:
abogados, notarios, fiscales, Delegados provinciales del Movimiento y también
cargos como el Presidente de la empresa nacional de turismo, Presidente del
INI, Director de RTVE... (y los funcionarios a su cargo). Aquí estaba una
persona como Suárez, pero también estaban comunistas, socialistas o
nacionalistas.
El mayor o menor grado de espíritu de continuidad o de
reforma de estas personas no obedecía tanto a la pureza esencial de fidelidad a
la ideología del régimen, cuanto a su posición política y social. Por tanto, la
mayoría de ellos, en la crisis final del régimen, son partidarios de la reforma
en la medida en que rechazaban una ruptura que supusiera un riesgo para su
posición. No tienen una fidelidad ideológica al régimen sino corporativa.
Conectados con los administradores figuraban los políticos.
Eran personas pertenecientes al aparato franquista de la elite de la dictadura.
Fieles esencialmente al nacional-catolicismo. Necesitaban a los administradores
(cada familia tiene sus administradores) como medio para preservar su propia
legitimidad y sus privilegios (aunque en esta ocasión basada precisamente en la
permanencia de la destrucción de la democracia), ensalzaban el régimen, pero
también necesitaban asegurar evoluciones. De acuerdo con lo anterior, la vía
reformista de Arias-Fraga se articula como una solución política desde el
interior del régimen a través de una oferta de pacto de adhesión a los cauces
del Movimiento a la oposición (hasta el PSOE).
Esta vía fracasó porque la oposición consiguió oponer la
fuerza sociedad civil (que, en buena parte envolvía al aparato del franquismo).
Sin embargo, la vía hacia la normalidad encarnada en Suárez se fijó en la
cultura cívica de la sociedad española y trató de encarnar sus intereses
hegemónicos basados en el hecho de que el propio Suárez y el Rey garantizaban
el objetivo final (la democracia) sin riesgos. Su éxito consistió en ser un
administrador (considerado por sus pares como una persona de segunda categoría)
sin dogmas políticos que, el ejercicio del poder, convirtió en un político
puro.
Pero, a día de hoy, ¿qué sucede con los familiares de De la
Vega, con Boyer, con Zaplana, con Acebes, con Botín, con Solchaga, con Rato,
etc?. No son exactamente políticos, tampoco son solo miembros de consejos de
administración o gestores de empresas estratégicas para un Estado (sean éstas
públicas o privadas). Son las dos cosas y una de las dos dependiendo del
momento político o del contexto económico. Las vinculaciones corporativas son
manifestaciones perversas en la democracia actual, pero no es un fenómeno
exclusivamente que atañe a la política. En realidad, las prácticas corporativas
son un mal uso de nuestra de nuestro sistema de convivencia que la ley no ha
sabido impedir porque no hay voluntad legal –ni de momento social- de acabar
con la hegemonía corporativa que se ha forjado como fortificación. Solo una
nueva hegemonía social podrá asaltar la fortaleza. En el franquismo, la
relación entre administradores y políticos era oscura y el objetivo primordial
era quitar valor a lo político para mantener la dictadura. No lo consiguieron
puesto que tras la muerte de Franco perdieron el dominio hegemónico de la
sociedad civil y no pudieron evitar que España se transformase en un Estado
social y democrático de derecho. En cualquier caso, actualmente los múltiples
ejemplos que se podrían poner de la turbia relación entre administradores
políticos; muestran que la vinculación entre ambos (o entre la misma persona
que hace la función doble de administrador y político), se explica por esta
concepción del poder como una actividad a mitad de camino entre los intereses
públicos y los privados. Y esto sucede a todos los niveles: en los partidos, en
la medicina, en la Universidad, entre los periodistas, en la justicia…
En esta crisis que no tiene fin, han sido tan determinantes
las políticas gubernativas y las instituciones reguladoras como las familias,
las empresas y las entidades financieras del sector privado. Y eso ha
imposibilitado varias cosas: en primer término, la transparencia, pero, en
segundo lugar, la degradación de los representantes de la soberanía popular
incapaces de limitar la soberanía financiera.
Esto no quiere decir en absoluto que los que hoy están al
mando, deban olvidar -siguiendo a Gramsci-, que el poder político no descansa
únicamente en ellos, las élites. De manera que lo sepan o no, las élites están
sujetas a una multiplicidad de condicionantes que no se desvanecen súbitamente
cuando se aparta a la sociedad civil porque, tarde o temprano, ésta puede
asaltar la ciudadela del Estado. Y en ese caso, siempre lo hará en nombre de la
percepción que tenga de sí misma.
Tomado de: http://www.gramscimania.info.ve
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