jueves, 26 de julio de 2012

Las manos, el rostro y los días de quien escribe. Sobre “Baruch” de Diego Tatián (La Cebra, Lanús, 2012)


Baruch, de Diego Tatián, es un pequeño libro que sin proponerlo —tal vez incluso sin proponérselo— toca de lleno tres cuestiones relevantes para la literatura argentina actual: la del género, la del autor y la del escribir.

  La cuestión del género no es nueva. De hecho, es viejísima. Historia universal de la infamia se publicó en 1935 e Historia de la eternidad en 1936; allí Borges no daba pistas para discernir cuáles libros estaba citando y cuáles nunca existieron, cuáles textos eran ensayos filosóficos y cuáles cuentos, cuáles vidas habían sido de hombres que pisaron el mundo y cuáles eran ficciones. O quizás es preciso remontarse hasta Facundo, esa novela, ese grito, ese tratado político, esa historia de un continente. Hoy abundan las obras que dificultan seriamente su clasificación. ¿Muerte del género? No, hay muchísimas obras de género que desmienten tal posibilidad; además, ya hemos conocido demasiados anuncios de muerte de cosas que siguen vivas. Lo que hay son dos intentos de construir nuevos lenguajes que se distinguen sin que sus diferencias se puedan absolutizar. Por una parte, a través del método de cortar y pegar, narraciones contemporáneas acuden a géneros diversos de los que toman modelos o historias que luego insertan como contenidos disruptivos que funcionan como cuantos de una lógica deliberadamente renegadora de la continuidad lineal; en estos casos, no es difícil detectar cierta influencia de la literatura norteamericana, o, más directamente, de internet; son literaturas que responden a las demandas de vértigo y dispersión de las actuales formas enciclopédicas virtuales, cuyo sueño es que todas las entradas se puedan leer a la vez. Por otra parte, tal vez pueda pensarse en cierto trabajo que lo que busca, menos que borrar las diferencias entre géneros para dar una imagen fiel de un mundo aparentemente fragmentado y caótico, es lograr un nuevo género, uno cuya apuesta no es por los efectos de discontinuidad y pluralidad de una superposición de acordes disonantes, sino por la articulación melódica de lo heterogéneo. Para este otro proceder, la fragmentación de internet, por ejemplo, no es una imagen del mundo, sino simplemente un espacio del mundo al que hay que saber relacionar con las continuidades y regularidades de los astros en el cielo, con las prolijas cronologías de las historias oficiales, con las disciplinas poco azarosas de las producciones de las industrias, etcétera. Baruch, ensayo filosófico, colección de relatos biográficos, novela de amor, participa de la búsqueda de ese nuevo género, el cual tal vez pueda ser considerado como una suerte de filología, de estudio histórico sobre los saltos y relaciones entre lenguajes heterogéneos. Aún cuando sean llevadas a cabo en textos poéticos o ficcionales, los análisis de esas relaciones dan cuenta de lenguajes concretos e históricos. En ese sentido, una tarea como la que se emprende en Baruch merece ser plenamente vinculada con la fundadora labor que, allá por 1670, en las páginas del Tratado teológico-político, realizara Baruch Spinoza, justamente el personaje y el corazón del libro de Tatián.
            Esta atención de Baruch sobre la figura y la vida de Spinoza remite a la cuestión del autor. Spinoza publicó el Tratado teológico-político de manera anónima, temeroso de las reacciones furiosas que podía despertar en tiempos en que ciertos libros eran considerados crímenes (en 1674, después de algunas reimpresiones, el libro fue prohibido). En 1739 David Hume publicó su Tratado de la naturaleza humana sin que conste su nombre, considerando que la obra debía valer por sí misma, sin que tuviese importancia la persona de quien la escribió. Alentados por las reflexiones de Mallarmé, escritores como Maurice Blanchot, Roland Barthes y Michel Foucault han discutido en el siglo XX la importancia del autor y han preferido poner el acento sobre los textos sin indagar en las vidas y personalidades de quienes los escribieron. Rimbaud, Salinger, Pynchon, Blanchot, decidieron ser invisibles: que la gloria, el repudio y las preguntas se dirijan a sus escritos y no a ellos. ¿Es realmente preciso dejar de preguntarse por la figura del autor? Tatián, al titular su libro Baruch, al valerse del nombre de pila del filósofo holandés, responde negativamente a esa pregunta y reclama familiaridad con el hombre: se pregunta por lo que estaba ante los ojos de Spinoza al momento en qué escribió ciertas palabras de la Ética, imagina cuáles pueden haber sido sus pensamientos en tales y cuales ocasiones, indaga por el destino de aquellos objetos que estuvieron en manos del filósofo holandés. Por tal proceder, este libro acerca de un filósofo cuya obra trata sobre la felicidad, es un libro triste. Nunca podremos oír el pensamiento de Spinoza en el español que era su lengua natural. Nunca sabremos si recibió el preparado de rosas que le encomendó a su amigo. El hombre, Baruch, es página tras página una figura que se diluye y se borra. ¿Por qué emprender la tarea melancólica de intentar ver un rostro que nos está vedado por la distancia y el tiempo? ¿Qué es lo que buscamos allí? Tatián tiene en cuenta lo que sufrieron Orfeo (que pierde a su mujer cuando se da vuelta para preguntarle si está cansada mientras escapan del infierno) y la mujer de Lot (que se transforma en estatua de sal al darse vuelta hacia la ciudad de Sodoma arrasada por Dios) al mirar lo que estaba detrás y tenían vedado, pero entiende que esos gestos inseguros y melancólicos son gestos de amor. Y su libro es un texto de amor a Spinoza. Lo que lleva a la última cuestión.
            “Se escribe, tal vez, por amistad”, dijo Tatián alguna vez. En Baruch se enfatiza que las obras de Spinoza no son mero producto de una solitaria tarea de reflexión filosófica; Tatián habla de los amigos, de las cartas, de los diálogos, de la filosofía y la escritura como actividades grupales, solidarias, cómplices. Escribir, leer, tal vez, son simplemente un motivo para seguir hablando con personas queridas y para hacer nuevas amistades. Esta aproximación de Tatián a la cuestión de la vida en torno a los libros, gracias a su falta de grandilocuencia, es hermosa.
            Y Baruch, como esos momentos en que pensamos por qué queremos tanto a nuestras amistades, como esos momentos en que sentimos ganas de abrazar a nuestras amigas y amigos, es un libro hermosísimo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario