25/07/2012
Por
Alberto Acosta
Aunque resulte poco creíble a primera vista, la evidencia reciente y muchas
experiencias acumuladas permiten afirmar que la pobreza en muchos países del
mundo está relacionada con la existencia de una significativa riqueza en
recursos naturales. Los países ricos en recursos naturales, cuya economía se sustenta
prioritariamente en su extracción y exportación, encuentran mayores
dificultades para desarrollarse.
“- ¿Podrías decirme, qué camino he de tomar para salir de aquí? – preguntó Alicia.
- Depende mucho del sitio adónde quieras ir – contestó el Gato.
- Me da casi igual dónde – dijo Alicia.
- Entonces no importa qué camino sigas – dijo el Gato.”
“- ¿Podrías decirme, qué camino he de tomar para salir de aquí? – preguntó Alicia.
- Depende mucho del sitio adónde quieras ir – contestó el Gato.
- Me da casi igual dónde – dijo Alicia.
- Entonces no importa qué camino sigas – dijo el Gato.”
En la trampa de la maldición de la abundancia
Aunque resulte poco creíble a primera vista, la
evidencia reciente y muchas experiencias acumuladas permiten afirmar que la
pobreza en muchos países del mundo está relacionada con la existencia de una
significativa riqueza en recursos naturales. Los países ricos en recursos
naturales, cuya economía se sustenta prioritariamente en su extracción y
exportación, encuentran mayores dificultades para desarrollarse. Sobre todo
parecen estar condenados al subdesarrollo aquellos que disponen de una
sustancial dotación de uno o unos pocos productos primarios. Una situación que
resulta aún más compleja para aquellas economías dependientes para su
financiamiento de petróleo y minerales.
Estos países estarían atrapados en una lógica
perversa conocida en la literatura especializada como “la paradoja de la
abundancia” o “la maldición de los recursos naturales”. En este contexto,
incluso hay quienes han asumido esta maldición (casi) como un fatalismo
tropical: el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) (1), en varios de sus
reportes anuales y estudios técnicos ha defendido “un determinismo geográfico
del desarrollo: los países más ricos en recursos naturales y más cercanos al
Ecuador [a la línea ecuatorial] están condenados a ser más atrasados y pobres.
(…) Asoma un fatalismo tropical, donde las naciones ecuatoriales parecen
destinadas a la pobreza. (…) A juicio del BID, cuanto más rico sea un país en
recursos naturales, más lento será su desarrollo y mayores sus desigualdades
internas” (Gudynas, 2009c).
Frente a este determinismo geográfico y ecológico
no quedaría otra opción que la resignación. Sin embargo, el BID ofrece una
salida. Esa salida, como sintetiza el mismo Gudynas al analizar las propuestas
del BID, “es el mercado y acentuar todavía más las reformas” neoliberales.
Desde esta visión, el abordaje de los problemas y
conflictos derivados del extractivismo se resolvería con una adecuada
“gobernanza” en el manejo de los recursos naturales. Para lograrlo están las
políticas económicas de inspiración ortodoxa y conservadora, una creciente participación
de la sociedad civil como observadora de los proyectos extractivistas, una
mayor inversión social en áreas intervenidas por el extractivismo para
disminuir las protestas sociales, al tiempo que se transparentan los ingresos
que obtendrían las empresas extractivistas, los gobiernos seccionales y el
gobierno central. Los destrozos ambientales son asumidos como costos
inevitables para lograr el desarrollo. Al no dudarlo, éstas son aproximaciones
poco analíticas, carentes de análisis históricos y desvinculadas de los
problemas de fondo.
No hay duda de que la audacia, con grandes dosis de
ignorancia y de una bien programada amnesia en las sociedades, va de la mano de
la prepotencia.
Vale decirlo desde el inicio, esta doble maldición
de los recursos naturales y la maldición ideológica sí pueden ser superadas, no
son inevitables.
¿Qué entendemos por extractivismo?
El extractivismo es una modalidad de acumulación
que comenzó a fraguarse masivamente hace 500 años (2). Con la conquista y la
colonización de América, África y Asia empezó a estructurarse la economía
mundial: el sistema capitalista. Esta modalidad de acumulación extractivista
estuvo determinada desde entonces por las demandas de los centros
metropolitanos del capitalismo naciente. Unas regiones fueron especializadas en
la extracción y producción de materias primas, es decir de bienes primarios,
mientras que otras asumieron el papel de productoras de manufacturas. Las
primeras exportan Naturaleza, las segundas la importan.
Para intentar una definición comprensible
utilizaremos el término de extractivismo cuando nos referimos a aquellas
actividades que remueven grandes volúmenes de recursos naturales que no son
procesados (o que lo son limitadamente), sobre todo para la exportación. El
extractivismo no se limita a los minerales o al petróleo. Hay también
extractivismo agrario, forestal e inclusive pesquero (3).
En la actualidad la cuestión de los recursos
naturales “renovables” debe ser enfocada a la luz de las recientes evoluciones
y tendencias. Dado el enorme nivel de extracción, muchos recursos “renovables”,
como por ejemplo el forestal o la fertilidad del suelo, pasan a ser no
renovables, ya que el recurso se pierde porque la tasa de extracción es mucho
más alta que la tasa ecológica de renovación del recurso. Entonces, a los
ritmos actuales de extracción los problemas de los recursos naturales no
renovables podrían afectar por igual a todos los recursos, renovables o no.
En la práctica, el extractivismo, ha sido un
mecanismo de saqueo y apropiación colonial y neocolonial. Este extractivismo,
que ha asumido diversos ropajes a lo largo del tiempo, se ha forjado en la
explotación de las materias primas indispensables para el desarrollo industrial
y el bienestar del Norte global. Y se lo ha hecho sin importar la
sustentabilidad de los proyectos extractivistas, así como tampoco el
agotamiento de los recursos. Lo anterior, sumado a que la mayor parte de la
producción de las empresas extractivistas no es para consumo en el mercado
interno, sino que es básicamente para exportación. Pese a las dimensiones de
esta actividad económica, ésta genera un beneficio nacional muy escaso.
Igualmente gran parte de los bienes, los insumos y los servicios especializados
para el funcionamiento de las empresas extractivistas, pocas veces provienen de
empresas nacionales. Y en los países extractivistas tampoco parece que ha
interesado mayormente el uso de los ingresos obtenidos.
El extractivismo ha sido una constante en la vida
económica, social y política de muchos países del Sur global. Así, con diversos
grados de intensidad, todos los países de América Latina están atravesados por
estas prácticas. Esta dependencia de las metrópolis, a través de la extracción
y exportación de materias primas, se mantiene prácticamente inalterada hasta la
actualidad. Algunos países apenas han cambiado unos cuantos elementos
relevantes del extractivismo tradicional, al lograr una mayor intervención del
Estado en estas actividades. Por lo tanto, más allá de algunas diferenciaciones
más o menos importantes, la modalidad de acumulación extractivista parece estar
en la médula de la propuesta productiva tanto de los gobiernos neoliberales
como de los gobiernos progresistas (4).
Algunas patologías del extractivismo
El punto de partida de esta cuestión radica (5), en
gran medida, en la forma en que se extraen y se aprovechan dichos recursos, así
como en la manera en que se distribuyen sus frutos. Por cierto que hay otros
elementos que no podrán ser corregidos. A modo de ejemplo, hay ciertas actividades
extractivistas como la minería metálica a gran escala, depredadora en esencia,
que de ninguna manera podrá ser “sustentable”. Además, un proceso es
sustentable cuando puede mantenerse en el tiempo, sin ayuda externa y sin que
se produzca la escasez de los recursos existentes (6). Sostener lo contrario,
aunque se sostenga esta posición en una fe ciega en los avances tecnológicos,
es practicar un discurso distorsionador (7).
La historia de la región nos cuenta que este
proceso extractivista ha conducido a una generalización de la pobreza, ha dado
paso a crisis económicas recurrentes, al tiempo que ha consolidado mentalidades
“rentistas”. Todo esto profundiza la débil y escasa institucionalidad
democrática, alienta la corrupción, desestructura sociedades y comunidades
locales, y deteriora gravemente el medio ambiente. Lo expuesto se complica con
las prácticas clientelares y patrimonialistas desplegadas, que contribuyen a
frenar la construcción de ciudadanía.
Lo cierto es que la gran disponibilidad de recursos
naturales que caracteriza las economías primario-exportadoras, particularmente
si se trata de minerales o petróleo, tiende a distorsionar la estructura
económica y la asignación de los factores productivos; redistribuye
regresivamente el ingreso y concentra la riqueza en pocas manos. Esta situación
se agudiza por una serie de procesos endógenos de carácter “patológico” que
acompañan a la abundancia de estos recursos naturales.
Empecemos con la “enfermedad holandesa” (8), un
proceso que infecta al país exportador de materia prima, cuando su elevado
precio o el descubrimiento de un nuevo yacimiento desatan un boom de
exportación. La distorsión en la economía se materializa en la estructura
relativa de los precios. Las inversiones fluyen hacia los sectores beneficiados
por la bonanza, entre los que se cuentan los bienes no transables (no
comerciables en el mercado internacional), por ejemplo, el sector de la
construcción. En paralelo se produce un deterioro acelerado de la producción de
aquellos bienes transables que no se benefician del boom exportador, en tanto
pueden ser importados, incluso debido a la revalorización de la moneda
nacional. Luego del auge, como consecuencia de la existencia de rigideces para
revisar los precios y los salarios, los procesos de ajuste resultan muy
complejos y dolorosos; otra manifestación de dicha enfermedad.
La especialización en la exportación de bienes
primarios ?en el largo plazo? también ha resultado negativa, como consecuencia
del deterioro tendencial de los términos de intercambio. Este proceso actúa a
favor de los bienes industriales que se importan y en contra de los bienes
primarios que se exportan. Entre otros factores, porque estos últimos se
caracterizan por su baja elasticidad de ingreso, ya que se van sustituyendo por
sintéticos, porque no poseen poder monopólico (son commodities, es decir, en la
fijación de sus precios funciona mayormente la lógica del mercado mundial),
porque su aporte tecnológico y de desarrollo innovador es bajo, y porque el
contenido de materias primas de los productos manufacturados es cada vez menor.
Esta última aseveración no desconoce el incremento masivo de extracción y
exportación de recursos primarios en términos absolutos, provocada, por
ejemplo, por el vertiginoso crecimiento de demanda por países como la China y
la India.
Adicionalmente, la elevada tasa de ganancia, por
las sustanciales rentas ricardianas (9) que contiene, invita a la
sobreproducción cuando los precios en el mercado mundial son altos. Inclusive
en momentos de crisis se mantiene esta tentación de incrementar las tasas de
extracción. El exceso de oferta, para tratar de compensar la caída de los
precios, hace descender la cotización del producto en el mercado mundial, lo
que termina por beneficiar a los países industrializados (10). Este proceso
desemboca en lo que se conoce como “crecimiento empobrecedor” (Baghwati, 1958).
Todo lo anterior explica por qué estos países con
economías extractivistas no han podido participar plenamente de las ganancias
que proveen el crecimiento económico y el progreso técnico a escala mundial.
Esto se agudiza aún más porque normalmente los países que extraen recursos
primarios no los procesan. Hay situaciones inclusive aberrantes de países que
exportan petróleo e importan derivados de petróleo porque no han desarrollado
una adecuada capacidad de refinación. Para colmo, gran parte de esos costosos
productos refinados importados los destinan a la generación de electricidad,
teniendo disponibilidades importantes de otras fuentes de energía renovables,
como la hídrica, la solar o la geotermia, como en el caso de Ecuador.
Otro rasgo característico de estas economías
extractivistas es la heterogeneidad estructural de sus aparatos productivos; es
decir, la coexistencia de sistemas productivos de alta productividad con otros
atrasados y de subsistencia. A eso se suma la desarticulación de sus
estructuras económicas, signada por la concentración de la exportación en unos
pocos productos primarios, la ausencia en la industria de una adecuada y densa
diversificación horizontal, la casi inexistente complementariedad sectorial y
la prácticamente nula integración vertical.
Este tipo de economía extractivista, con una
elevada demanda de capital y tecnología, muchas veces funciona con una lógica
de enclave: es decir, sin una propuesta integradora de estas actividades
primario-exportadoras con el resto de la economía y de la sociedad. Su aparato
productivo, en consecuencia, queda sujeto a las vicisitudes del mercado
mundial.
En estas condiciones se cristaliza un callejón sin
salida. Es imposible aceptar que todos los países productores de bienes
primarios similares, que son muchos, puedan crecer esperando que la demanda
internacional sea suficiente y sostenida para garantizar ese crecimiento por
mucho tiempo.
Lo preocupante es que los países
primario-exportadores, que deberían haber acumulado parecidas experiencias a lo
largo del tiempo, han sido normalmente incapaces de un manejo coordinado de
cantidades y de precios. Como una salvedad de la anterior aseveración, con
todas las limitaciones y contradicciones que se puedan identificar en su
accionar, asoma la experiencia de la Organización de Países Exportadores de
Petróleo (OPEP).
La volatilidad, que caracteriza a los precios de
las materias primas en el mercado mundial, ha hecho que una economía
primario-exportadora sufra problemas recurrentes de la balanza pagos y de las
cuentas fiscales, lo que genera dependencia financiera externa y somete a las
actividades económica y sociopolítica nacionales a erráticas fluctuaciones.
Todo esto se agrava cuando se desata la caída de esos precios internacionales y
la consecuente crisis de balanza de pagos se profundiza por la fuga masiva de
los capitales “golondrinos” que aterrizaron en esas economías durante la
repentina bonanza. En este contexto les acompañan prestos los también huidizos
capitales locales, agudizando la restricción externa.
El auge de la exportación primaria también atrae a
la siempre bien alerta banca internacional que desembolsa préstamos a manos
llenas, como si se tratara de un proceso sostenible; financiamiento que, por lo
demás, ha sido y es recibido con los brazos abiertos por los gobiernos y
grandes empresarios, quienes también creen en esplendores permanentes. En estas
circunstancias se acicatea aún más la sobreproducción de los recursos primarios
y, a la postre, las distorsiones económicas sectoriales. Pero, sobre todo, como
demuestra la experiencia histórica, se hipoteca el futuro de la economía cuando
llega el inevitable momento de servir la pesada deuda externa contraída en
montos sobredimensionados durante la generalmente breve euforia exportadora
(11).
La abundancia de recursos externos, alimentada por
los flujos que generan las exportaciones de petróleo, lleva a un auge
consumista que puede durar mientras dure la bonanza, y es una cuestión
psicológica nada menor en términos políticos. Este incremento del consumo
material se confunde con una mejoría de la calidad de vida. En estas
circunstancias, el gobierno puede ganar legitimidad desde la lógica del consumismo,
que es no es ambiental y socialmente sustentable, para seguir ampliando la
frontera extractivista.
Esto generalmente conduce a un desperdicio de
recursos. Normalmente se pasa a la sustitución de productos nacionales por
productos externos, atizada muchas veces por la sobrevaluación cambiaria.
Incluso una mayor inversión y un creciente gasto del sector público, si no se
toman las debidas providencias, conduce a incentivar las importaciones y no
necesariamente la producción nacional. En síntesis, es difícil hacer un uso
adecuado de los cuantiosos recursos disponibles.
La experiencia de las economías petroleras y
mineras de la región nos ilustra, y el presente nos confirma, que estas
actividades extractivistas, tal como se mencionó antes, no generan encadenamientos
dinámicos tan necesarios para lograr un desarrollo coherente de la economía. No
se aseguran los tan esenciales enlaces integradores y sinérgicos hacia delante,
hacia atrás y de la demanda final (en el consumo y fiscales). Mucho menos se facilita
y garantiza la transferencia tecnológica y la generación de externalidades a
favor de otras ramas económicas del país.
De la anterior constatación se deriva una clásica
característica adicional de estas economías primario-exportadoras, incluso
desde la colonia, que es su carácter de enclave: el sector petrolero o el
sector minero, así como muchas actividades agrarias, forestales o pesqueras de
exportación, normalmente están aisladas del resto de la economía. En esta línea
de reflexión también debe incluirse la energía nuclear (12) y la producción de
biocombustibles (Houtart, 2011).
Las enormes rentas diferenciales o ricardianas que
producen estas actividades, conducen a sobreganancias que distorsionan la
asignación de recursos en el país. Derivadas de la actividad de exportación de
bienes primarios, se consolida y profundiza la concentración y centralización
del ingreso y de la riqueza en pocas manos, así como el poder político. La
masiva concentración de dichas rentas se registra en pocos grupos económicos,
muchos de los cuales no encuentran ni tampoco crean alicientes para sus
inversiones en la economía doméstica. Prefieren fomentar el consumo de bienes
importados, con frecuencia sacan sus ganancias fuera del país y muchos manejan
sus negocios con empresas afincadas en lugares conocidos como paraísos
fiscales.
Como consecuencia de lo expuesto, las empresas que
controlan la explotación de los recursos naturales no renovables en forma de
enclaves, por su ubicación y forma de explotación, se convierten en poderosos
entes empresariales dentro de relativamente débiles Estados nacionales.
Grandes beneficiarias de estas actividades son las
empresas transnacionales, a las que se les reconoce el “mérito” de haberse
arriesgado a explorar y explotar los recursos en mención. Nada se dice de cómo
estas actividades conducen a una mayor “desnacionalización” de la economía, en
parte por el volumen de financiamiento necesario para llegar a la explotación
de los recursos, en parte por la falta de empresariado nacional consolidado y,
en no menor medida, por la poca voluntad gubernamental de formar alianzas
estratégicas con sus propias empresas estatales o inclusive con empresarios
privados nacionales. Por lo demás, desafortunadamente, algunas de esas
corporaciones transnacionales han aprovechado su contribución al equilibrio de
la balanza comercial, para influir sobre los balances de poder en el país,
amenazando permanentemente a los gobiernos que se atreven a ir a
contracorriente.
Comúnmente las compañías extranjeras han gozado y
aún gozan en muchos casos de un marco referencial favorable y, en no pocas
ocasiones, sus propios directivos o sus abogados ocupan puestos clave en los
gobiernos. De esta manera, cuentan también con el respaldo de poderosos bufetes
de abogados y en no pocas ocasiones, con el apoyo de la gran prensa, velando
así directamente para que las políticas aplicadas o las reformas legales les
sean ventajosas. Esta situación ?alentada por organismos como el BID y sus
hermanos mayores, el Banco Mundial (13) y el Fondo Monetario Internacional? se
ha registrado una y otra vez en los sectores petrolero y minero de América
Latina.
Con estos esquemas altamente transnacionalizados se
ha dado paso a un proceso sumamente complejo: la “desterritorialización” del
Estado. El Estado se desentiende (relativamente) de los enclaves petroleros o
mineros, dejando, por ejemplo, la atención de las demandas sociales en manos de
las empresas. Esto conduce a un manejo desorganizado y no planificado de esas
regiones que, inclusive, quedan en la práctica muchas veces al margen de las
leyes nacionales. Todo eso consolida un ambiente de violencia generalizada,
pobreza creciente y marginalidad que desemboca en respuestas miopes y torpes de
un Estado policial, que no cumple sus obligaciones sociales y económicas.
La poca capacidad de absorción de la fuerza de
trabajo y la desigualdad en la distribución del ingreso y los activos, conducen
a un callejón aparentemente sin salida por los dos lados: los sectores
marginales, que tienen una mayor productividad del capital que los modernos, no
pueden acumular porque no tienen los recursos para invertir; y los sectores
modernos, en los que la productividad de la mano de obra es más alta, no
invierten porque no tienen mercados internos que les aseguren rentabilidades
atractivas. Ello a su vez agrava la disponibilidad de recursos técnicos, de
fuerza laboral calificada, de infraestructura y de divisas, lo que desincentiva
la acción del inversionista, y así sucesivamente.
A lo anterior se suma el hecho, bastante obvio (y
desgraciadamente necesario y no sólo por razones tecnológicas) de que, a
diferencia de las demás ramas económicas, la actividad minera y petrolera
genera poco ?aunque bien remunerado? trabajo directo e indirecto. Son
actividades intensivas en capital y en importaciones. Contratan fuerza
directiva y altamente calificada (muchas veces extranjera). Utilizan casi
exclusivamente insumos y tecnología foráneos. La consecuencia de estas
prácticas hace que el “valor interno de retorno” (equivalente al valor agregado
que se mantiene en el país) de la actividad primario-exportadora resulte
irrisorio.
En estas economías petroleras y mineras de enclave,
la estructura y dinámica políticas se caracterizan por prácticas “rentistas”;
la voracidad y el autoritarismo con el que se manejan las decisiones, disparan
el gasto público más allá de toda proporción y acarrean distribución fiscal
discrecional, como se analizará más adelante.
Debido a estas condiciones y a las características
tecnológicas de las actividades petrolera y minera, no hay una masiva
generación directa de empleo. Esto explicaría también la contradicción de
países ricos en materias primas donde, en la práctica, la masa de la población
está empobrecida.
Adicionalmente, las comunidades en cuyos territorios
o vecindades se realizan estas actividades extractivistas, han sufrido y sufren
los efectos de una serie de dificultades socioambientales derivadas de este
tipo de explotaciones. La miseria de grandes masas de la población parecería
ser, por tanto, consustancial a la presencia de ingentes cantidades de recursos
naturales (con alta renta diferencial). Esta modalidad de acumulación no
requiere del mercado interno e incluso no lo necesita, puesto que funciona con
salarios decrecientes. No hay la suficiente presión social para obligar a
reinvertir en mejoras de la productividad. El rentismo determina la actividad
productiva y por cierto el resto de relaciones sociales. Como corolario de lo
anterior, estas actividades extractivas, petrolera o minera, promueven
relaciones sociales clientelares, que benefician los intereses de las propias
empresas transnacionales, pero impiden el despliegue de adecuados planes de
desarrollo nacionales y locales.
Este tipo de economías extractivistas deteriora
grave e irreversiblemente el medio ambiente natural. El examen de la actividad
minera o petrolera alrededor del planeta evidencia un sinnúmero de daños y
destrucciones múltiples e irreversibles de la Naturaleza. Por igual son
incontables las tragedias humanas, tanto como la destrucción de las
potencialidades culturales de muchos pueblos. En el ámbito económico la
situación tampoco es mejor. Los países cuyas exportaciones dependen
fundamentalmente de recursos minerales o petroleros son económicamente
atrasados, en donde los problemas ambientales crecen al ritmo que se expanden
las actividades extractivistas.
Fijemos un momento nuestra atención en la minería.
La explotación minera industrial moderna implica la extracción masiva ?y en un
tiempo muy corto?, de la mayor cantidad posible de recursos minerales; recursos
que se han formado en procesos de muy larga duración, a escalas tectónicas. En
la actualidad, los sitios de alta concentración mineral se van agotando. Sin
embargo, los elevados precios del mercado mundial permiten que la explotación
minera sea rentable aún en los yacimientos en donde el mineral es escaso. Para
hacer producir estos yacimientos, es necesario aplicar una minería industrial
de gran escala, con uso masivo de químicos a veces sumamente tóxicos (cianuro,
ácido sulfúrico, entre otros), un consumo cuantioso de agua y la acumulación de
grandes cantidades de desechos.
Este gigantismo provoca la generación de impactos
ambientales enormes. Los efectos nocivos no sólo afloran en la fase de
exploración y explotación, cuando se abren gigantescos hoyos en la Madre Tierra
o cuando se usan químicos tóxicos para procesar los minerales extraídos, sino
también en la movilización del material extraído que afecta grandes extensiones
de territorio.
Los desechos mineros, al ser acumulados durante
muchos años, pueden derramarse y contaminar el medio ambiente, particularmente
con metales pesados o drenaje ácido de roca. Este último fenómeno, que puede
darse por decenas y decenas de años, ocurre cuando las aguas de lluvia, o aún el
aire, entran en contacto con las rocas que han sido desplazadas desde el
subsuelo hacia la superficie y acumuladas en las escombreras, en el cráter o en
los diques de desechos de la mina. Generalmente existe un alto riesgo de que se
produzca una oxidación de minerales sulfurados por la lluvia o el aire húmedo,
que terminan por provocar una acidificación inusual de las aguas que corren
sobre estas rocas. En el Ecuador, muchos yacimientos mineros estarían
particularmente expuestos a este problema porque tienen rocas sulfurosas,
conocidas por generar drenaje ácido.
Este tipo de contaminación es particularmente
devastadora para el agua. En numerosas ocasiones, el agua termina por ser
inutilizable para el consumo humano y para la agricultura. La contaminación de
las fuentes de agua provoca además un conjunto de impactos en términos de salud
pública, como enfermedades degenerativas o de la piel, entre otras. Y todo esto
sin considerar los graves impactos sociales que conlleva esta mega actividad
extractivista.
Si bien las distintas actividades extractivas
tienen una prolongada y conocida historia de depredación en el mundo, en la
actualidad se registra ?en la medida que es notorio el agotamiento de los
recursos naturales, especialmente en los países industrializados? una creciente
presión en los países subdesarrollados para que estos entreguen sus yacimientos
minerales o petroleros. Incluso la creciente defensa del ambiente en las
sociedades consideradas como desarrolladas genera una presión sobre los países
empobrecidos con el fin de que estos abran su territorio para satisfacer la
demanda de minerales de la economía mundial.
Es preciso recordar que normalmente las empresas
transnacionales y los gobiernos cómplices destacan exclusivamente los “enormes”
montos de reservas mineras y petroleras existentes, transformados en valores
monetarios. Con estas cifras, en general altamente exageradas, se quiere
sensibilizar a la opinión pública a favor de la minería. Sin embargo, esta
mirada resulta incompleta. Habría que sumar los llamados costos ocultos,
ambientales y sociales, incorporando por ejemplo, el valor económico de la
contaminación.
Éstas son pérdidas económicas que normalmente no
aparecen en los proyectos y que son transferidas a la sociedad; recuérdese la
devastación social y ambiental en el nororiente de la Amazonía ecuatoriana, que
luego dio lugar a un juicio en contra de la compañía Chevron-Texaco. También
deberían entrar en la lista de costos los denominados “subsidios perversos” que
se expresan a través de la entrega de energía a precios menores, agua sin costo
o con costo reducido, e inclusive infraestructura de transporte (Gudynas,
2011c). ¿Se han presentado estas evaluaciones? No. Probablemente porque el
asumir estos costos disminuiría notablemente la rentabilidad de las empresas y
se pondría en evidencia los magros beneficios para el Estado.
Estas actividades extractivistas generan, a su vez,
graves tensiones sociales en las regiones en donde se realiza la extracción de
dichos recursos naturales, en la medida en que son muy pocas las personas de la
región las que normalmente pueden integrarse a las plantillas laborales de las
empresas mineras y petroleras. Los impactos económicos y sociales provocan la
división de comunidades, peleas entre ellas y dentro de las familias, violencia
intrafamiliar, la violación de derechos comunitarios y humanos, un incremento
de la delincuencia y violencia, el tráfico de tierras, etc.
En las economías primario-exportadoras de la
región, a lo largo de décadas de una modalidad de acumulación extractivista, se
han generado niveles elevados de subempleo y desempleo, de pobreza y de una
distribución del ingreso y de los activos que se vuelve aún más desigual. Con
ello se van cerrando las puertas para ampliar el mercado interno porque no se
generan empleos e ingresos suficientes (no hay, ni habrá “chorreo”). Sin
embargo, se mantienen las presiones para orientar la economía cada vez más
hacia el exterior porque “no hay a quién vender domésticamente”, como afirman
cansinamente los defensores de este modelo.
Esta “monomentalidad exportadora” inhibe la
creatividad y los incentivos de los empresarios nacionales. También en el seno
del gobierno, e incluso entre amplios segmentos de la sociedad, se reproduce la
“mentalidad pro-exportadora” casi patológica, basada en el famoso eslogan
“exportar o morir”, lo que lleva a despreciar las enormes capacidades y
potencialidades disponibles al interior del país.
Neoextractivismo, una versión contemporánea del
extractivismo
Desde sus orígenes, las repúblicas
primario-exportadoras de América Latina no han logrado establecer un esquema de
desarrollo que les permita superar las trampas de la pobreza y del
autoritarismo. Esta es la gran paradoja: hay países que son muy ricos en
recursos naturales, que incluso pueden tener importantes ingresos financieros,
pero que no han logrado establecer las bases para su desarrollo y siguen siendo
pobres. Y son pobres porque son ricos en recursos naturales, en tanto han
apostado prioritariamente por la extracción de esa riqueza natural para el
mercado mundial, marginando otras formas de creación de valor, sustentadas más
en el esfuerzo humano que en la explotación inmisericorde de la Naturaleza.
En los últimos años, conscientes de algunas de las
patologías enunciadas anteriormente, varios países de la región con gobiernos
progresistas han impulsado algunos cambios importantes en lo que se refiere a
ciertos elementos de la modalidad extractivista. Sin embargo, más allá de los
discursos y planes oficiales, no hay señales claras de que pretendan superar
realmente dicha modalidad de acumulación. A través de este esfuerzo esperan
poder atender muchas de las largamente postergadas demandas sociales y, por
cierto, consolidarse en el poder recurriendo a prácticas clientelares e inclusive
autoritarias.
En la gestión de los gobiernos progresistas en América del Sur “persiste la importancia de los sectores extractivistas como un pilar relevante de los estilos de desarrollo”, destaca Eduardo Gudynas (2009b y 2010c). Siguiendo con sus reflexiones, si bien el progresismo sudamericano “genera un extractivismo de nuevo tipo, tanto por algunos de sus componentes como por la combinación de viejos y nuevos atributos”, no hay cambios sustantivos en la actual estructura de acumulación. Con esto el neoextractivismo sostiene “una inserción internacional subordinada y funcional a la globalización” del capitalismo transnacional. No sólo que se mantiene, sino avanza “la fragmentación territorial, con áreas relegadas y enclaves extractivos asociados a los mercados globales”. Se sostienen, y “en algunos casos se han agravado, los impactos sociales y ambientales de los sectores extractivos”. Siguiendo con Gudynas, “más allá de la propiedad de los recursos, se reproducen reglas y funcionamiento de los procesos productivos volcados a la competitividad, eficiencia, maximización de la renta y externalización de impactos”. Entre los puntos destacables está “una mayor presencia y un papel más activo del Estado, con acciones tanto directas como indirectas”. Desde esta postura nacionalista se procura principalmente un mayor acceso y control por parte del Estado sobre los recursos naturales y los beneficios que su extracción produce. Desde esta postura se critica el control de los recursos naturales por parte de las transnacionales y no la extracción en sí. Incluso se acepta algunas afectaciones ambientales e inclusive sociales graves a cambio de conseguir beneficios para toda la colectividad nacional.
Para lograrlo, “el Estado capta (o intenta captar)
una mayor proporción del excedente generado por los sectores extractivos”.
Además, “parte de esos recursos financian importantes y masivos programas
sociales, con lo que se aseguran nuevas fuentes de legitimación social”. Y de
esta manera el extractivismo asoma como indispensable para combatir la pobreza
y promover el desarrollo.
No hay duda, “el neoextractivismo es parte de una
versión contemporánea del desarrollismo propia de América del Sur, donde se
mantiene el mito del progreso y del desarrollo bajo una nueva hibridación
cultural y política”, concluye Gudynas (2009b y 2010c).
Siendo importante un mayor control por parte del
Estado de estas actividades extractivistas, no es suficiente. El real control
de las exportaciones nacionales está en manos de los países centrales, aún
cuando no siempre se registren importantes inversiones extranjeras en las
actividades extractivistas. Perversamente muchas empresas estatales de las
economías primario-exportadoras (con la anuencia de los respectivos gobiernos,
por cierto) parecerían programadas para reaccionar exclusivamente ante impulsos
foráneos y actúan casa dentro con lógicas parecidas a las de las
transnacionales: la depredación ambiental y el irrespeto social no están
ausentes de sus prácticas. En síntesis, la lógica subordinada de su producción,
motivada por la demanda externa, caracteriza la evolución de estas economías
primario-exportadoras. El neoextractivismo, a la postre, mantiene y reproduce
elementos clave del extractivismo de raigambre colonial.
Gracias al petróleo o a la minería, es decir, a los
cuantiosos ingresos que producen las exportaciones de estos recursos, muchas
veces los gobernantes progresistas se asumen como los portadores de la voluntad
colectiva y tratan de acelerar el salto hacia la ansiada modernidad. Como
afirma Fernando Coronil (2002) en este tipo de economías aflora un “Estado
mágico”, con capacidad de desplegar la “cultura del milagro” (14). Esto es lo
que justamente se registra en Venezuela, Ecuador o Bolivia en los últimos años.
En estos países, el Estado ha cobrado fuerza
nuevamente. Del Estado mínimo del neoliberalismo, se intenta ?con justificada
razón? reconstruir y ampliar la presencia y acción del Estado. Pero, por lo
pronto, en estos países no hay manifestaciones serias de querer introducir cambios
estructurales profundos. La producción y las exportaciones mantienen
inalterados sus estructuras y rasgos fundamentales. En estas condiciones los
segmentos empresariales poderosos, que han sufrido el embate de los “discursos
revolucionarios”, no han dejado de obtener cuantiosas utilidades aprovechándose
de este renovado extractivismo.
Al menos hasta ahora, en estos países con gobiernos
progresistas que han instrumentado esquemas neoextractivistas, los segmentos
tradicionalmente marginados de la población han experimentado una relativa
mejoría gracias a la mejor distribución de los crecientes ingresos petroleros y
mineros. Sin embargo, no se ha dado paso a una radical redistribución de los
ingresos y los activos. Esta situación es explicable por lo relativamente fácil
que resulta obtener ventaja de la generosa Naturaleza, sin adentrarse en
complejos procesos sociales y políticos de redistribución.
Como en épocas pretéritas, el grueso del beneficio
de esta orientación económica va a las economías ricas, importadoras de
Naturaleza, que sacan un provecho mayor procesándola y comercializándola en
forma de productos terminados. Mientras tanto, los países exportadores de
bienes primarios, que reciben una mínima participación de la renta minera o
petrolera, son los que cargan con el peso de los pasivos ambientales y
sociales.
En la medida en que se carece de una adecuada
institucionalidad para enfrentar los costos ambiental, social y político que
implican los enfrentamientos alrededor de estas actividades extractivistas,
incluso el costo económico relacionado a controlar esos posibles disturbios
utilizando la fuerza pública, no es nada despreciable. A más de lo dicho, hay
que considerar el efecto de esta inestabilidad social casi programada sobre
otras actividades productivas en las zonas de influencia extractivista, por
ejemplo, cuando las actividades mineras terminan por expulsar a los campesinos
de la zona afectada.
Los efectos de estos conflictos y de esta violencia
también afectan a los gobiernos seccionales. Estos pueden ser atraídos por los
cantos de sirena de las empresas dedicadas al extractivismo masivo y de los
gobiernos cómplices de ellas, que les ofrecerán algunos aportes financieros. No
obstante, a la postre, las sociedades tendrán que asumir los costos de esta
compleja y conflictiva relación entre comunidades, las empresas y el Estado.
Los planes de desarrollo locales estarían en riesgo, pues el extractivismo
minero o petrolero tendría supremacía sobre cualquier otra actividad. Todo esto
termina por hacer pedazos aquellos planes elaborados participativamente y con
conocimiento de causa por las poblaciones locales. Y los pasivos ambientales
serán la herencia más dolorosa e incluso costosa de las actividades
extractivistas, puesto que normalmente estos pasivos no son asumidos por las
empresas explotadoras.
Está claro que si se contabilizan los costos
económicos de los impactos sociales, ambientales y productivos de la extracción
del petróleo o de los minerales, desaparecen muchos de los beneficios económicos
de estas actividades (15). Pero estas cuentas completas, como ya se anotó
antes, no son realizadas por los diversos gobiernos progresistas, que confían
ciegamente en los beneficios de estas actividades primario-exportadoras.
En síntesis, gran parte de las mayores y más graves
patologías del extractivismo tradicional se mantienen en el neoextractivismo.
Autoritarismo y disputa por la renta de la
Naturaleza
Esta maldición de la abundancia en recursos
naturales viene atada, con mucha frecuencia, con la maldición del
autoritarismo. La masiva explotación de los recursos naturales no renovables en
estos países ha permitido el surgimiento de Estados paternalistas, cuya
capacidad de incidencia está atada a la capacidad política de gestionar una
mayor o menor participación de la renta minera o petrolera. Son Estados que al
monopolio de la riqueza natural han añadido el monopolio de la violencia
política (Coronil, 2002).
Aunque parezca paradójico, este tipo de Estado, que
muchas veces delega parte sustantiva de las tareas sociales a las empresas
petroleras o mineras (esto comienza a cambiar en los países con gobiernos
progresistas), abandona ?desde la perspectiva del desarrollo? amplias regiones.
Y en estas condiciones de desterritorialización, cuando las empresas asumen las
tareas que competen al Estado, éste se consolida como un Estado policial que
reprime a las víctimas del sistema al tiempo que declina el cumplimiento de sus
obligaciones sociales y económicas. La propia institucionalidad jurídica
termina envuelta en los intereses y presiones de las empresas extractivistas
privadas o estatales.
En estas economías de enclave se ha configurado una
estructura y una dinámica políticas, no sólo autoritarias, sino voraces. Esta
voracidad, particularmente en los años de bonanza, se plasma en un aumento
muchas veces más que proporcional del gasto público y sobre todo en una
discrecional distribución de los recursos fiscales. Este tipo de ejercicio
político se explica también por el afán de los gobiernos de mantenerse en el poder
y/o por su intención de acelerar una serie de reformas estructurales que desde
su particular perspectiva asoman como indispensables para transformar las
sociedades.
Inclusive el incremento del gasto y las inversiones
públicas es también el producto del creciente conflicto distributivo que se
desata entre los más disímiles grupos de poder. Esta realidad, percibida con
más claridad en las etapas de bonanza, la describe con claridad Jürgen Schuldt
(2005), cuando dice que se “se trata, por tanto, de un juego dinámico de
horizonte infinito derivado endógenamente del auge. Y el gasto público ?que es
discrecional? aumenta más que la recaudación atribuible al auge económico
(política fiscal pro-cíclica)”.
Este “efecto voracidad” provoca la desesperada
búsqueda y la apropiación incluso abusiva de parte importante de los excedentes
generados en el sector primario-exportador. Ante la ausencia de un gran acuerdo
nacional para manejar estos recursos naturales, sin instituciones democráticas
sólidas (que sólo pueden ser construidas con una amplia y sostenida
participación ciudadana (16)) aparecen en escena los diversos grupos de poder
no-cooperativos, desesperados por obtener una tajada de la renta minera o
petrolera.
Así, en esta disputa por la renta de los recursos naturales
intervienen, sobre todo, las empresas transnacionales involucradas directa o
indirectamente en dichas actividades y sus aliados criollos: la banca
internacional, amplios sectores empresariales y financieros, inclusive las
fuerzas armadas, algunos gobiernos seccionales cooptados por las lucrativas
rentas, así como algunos segmentos sociales con capacidad de incidir
políticamente. Igualmente, grupos sindicales conocidos como la “aristocracia
obrera” (17), vinculada a este tipo de actividades extractivistas, obtienen
importantes beneficios. Y, como es fácil comprender, esta pugna distributiva,
que puede ser más o menos conflictiva, provoca nuevas tensiones políticas.
Todo esto contribuye a debilitar la gobernabilidad
democrática, en tanto termina por establecer o facilitar la permanencia de
gobiernos autoritarios y de empresas voraces y clientelares, proclives también
a prácticas autoritarias. En efecto, en estos países no asoman los mejores
ejemplos de democracia, sino todo lo contrario. Adicionalmente, el manejo
muchas veces dispendioso de los ingresos obtenidos y la ausencia de políticas
previsibles termina por debilitar la institucionalidad existente o impide su
construcción.
América Latina tiene una amplia experiencia
acumulada en este campo. Son varios los países de la región cuyos gobiernos
tienen claros rasgos de autoritarismo derivados de esta modalidad de
acumulación primario-exportadora, particularmente cuando está sustentada en
pocos recursos naturales de origen mineral.
Esta compleja realidad existe también en otras
partes del mundo, particularmente en los países exportadores de petróleo o
minerales (18). Noruega sería la excepción que confirma la regla. La diferencia
en este caso de los anteriormente descritos radica en que la extracción de petróleo
en este país escandinavo empezó y se expandió cuando ya existían sólidas
instituciones económicas y políticas democráticas e institucionalizadas, con
una sociedad sin inequidades comparables a la de otros países petroleros o
mineros del mundo empobrecido. Es decir, este país integró el petróleo en su
sociedad y economía cuando ya era un país desarrollado.
No se puede concluir la reflexión sin dejar sentado
un punto que aparece en estos países atrapados por la maldición de la
abundancia: la violencia, que parece configurar un elemento consustancial de un
modelo depredador de la democracia. Esta violencia incluso aflora desde el lado
del Estado, a través inclusive de los gobiernos considerados como progresistas
que criminalizan la protesta popular en contra de las actividades
extractivistas, con el único fin de garantizarlas.
La violencia, desatada por las propias empresas
extractivistas, respaldada muchas veces por los gobiernos, ha provocado
diversos grados de represión. El listado de estas acciones represivas e incluso
genocidas es demasiado largo y conocido en América Latina (19). Tampoco han
faltado guerras civiles (20), hasta guerras abiertas entre países o agresión
imperial por parte de algunas potencias empeñadas en asegurarse por la fuerza
los recursos naturales, sobre todo hidrocarburíferos (21).
Estos enfrentamientos, que se procesan en un
ambiente de constantes inestabilidades, conllevan costos económicos por
diversos motivos. Piénsese, por ejemplo, en los efectos distorsionadores que
provoca la ausencia de instituciones sólidas: la subvaluación de las
exportaciones o la sobrevaluación de las importaciones por parte de las
empresas mineras o petroleras para reducir el pago de impuestos o aranceles;
las eventuales e incluso sorpresivas reducciones de la producción por parte de
las empresas transnacionales para forzar mayores beneficios; la creciente
presencia y accionar de intermediarios de todo tipo que dificultan las
actividades productivas y encarecen las transacciones. Este tipo de problemas,
que no agotan una lista de deformaciones y distorsiones que podría ser
interminable, a la postre incluso podrían provocar la reducción de las
inversiones sectoriales, al menos de las empresas más serias.
Por otro lado, depender tanto de la generosidad de
la Naturaleza margina los esfuerzos de innovación productiva e incluso de
mercadeo, consolida prácticas oligopólicas, patrimonialistas y rentistas. Y
estas prácticas, atadas a la creciente injerencia de las empresas
extractivistas en los gobiernos, como se conoce hasta la saciedad, fortalecen a
pequeños pero poderosos grupos oligárquicos.
Además, la mayor erogación pública en actividades
clientelares reduce las presiones latentes por una mayor democratización. Se da
una suerte de “pacificación fiscal” (Schuldt, 2005), dirigida a intentar
reducir la protesta social. Los altos ingresos del gobierno le permiten
prevenir la configuración de grupos y fracciones de poder contestatarias o
independientes, que estarían en condiciones de demandar derechos políticos y
otros (derechos humanos, justicia, cogobierno, etc.), desplazándolos del poder.
El gobierno puede asignar cuantiosas sumas de dinero para reforzar sus
controles internos; incluyendo la represión de los opositores.
Una situación de abundancia relativa de recursos
financieros puede permitir un manejo económico expansivo, que se complementa
con endeudamiento externo. La búsqueda permanente de más recursos para
financiar la economía, viene de la mano de los créditos externos (22). En este
punto, entonces, asoma nuevamente el efecto voracidad, manifestado por el deseo
de participar en el festín de los cuantiosos ingresos por parte de la banca,
sobre todo internacional, sea privada o multilateral, corresponsable de los
procesos de endeudamiento externo (23). Últimamente China concede cada vez más
créditos a varios países subdesarrollados, particularmente de África y América
Latina, con el fin de asegurarse yacimientos minerales y petroleros, o amplias
extensiones de tierra para la producción agrícola, además de la construcción de
importantes obras de infraestructura.
Como consecuencia de los elevados ingresos
derivados de la explotación de los recursos naturales y las abiertas
posibilidades de financiamiento externo, los gobiernos tienden a relajar sus
estructuras y prácticas tributarias. En muchas ocasiones despliegan una mínima
presión tributaria y hasta dejan de cobrar impuestos, en particular el impuesto
a la renta. (Por lo demás, la maldición ideológica neoliberal también
desalienta el incremento de la presión tributaria) (24).
En este punto cabe destacar el esfuerzo de algunos
gobiernos progresistas, como el ecuatoriano o el boliviano, para mejorar la
recaudación tributaria, incluso introduciendo esquemas más progresivos y
equitativos.
De todas maneras, como reconoce Jürgen Schuldt
(2005), el manejo poco exigente de las finanzas públicas “malacostumbra” a la
ciudadanía. Y lo que es peor, “con ello se logra que la población no le demande
al gobierno transparencia, justicia, representatividad y eficiencia en el gasto”.
La permanencia de cuantiosos e inequitativos subsidios, por ejemplo en los
derivados del petróleo, se explicaría por esta mala costumbre, que es incluso
asumida equivocadamente como una “conquista popular”.
La demanda por representación democrática en el
Estado, nos recuerda el mismo Schuldt, surgió generalmente como consecuencia de
los aumentos de impuestos, por ejemplo, en Gran Bretaña hace más de cuatro
siglos y en Francia a principios del siglo XIX. La lógica del rentismo y del
clientelismo difiere de la lógica ciudadana, en la medida que inclusive frena e
impide la construcción de ciudadanía.
Los gobiernos de estas economías
primario-exportadoras no sólo cuentan con importantes recursos ?sobre todo en
las fases de auge? para asumir la necesaria obra pública, sino que están en
capacidad de desplegar medidas y acciones dirigidas a cooptar a la población,
con el fin de asegurar una base de gobernabilidad que les posibilite introducir
las reformas y cambios que ellos consideran pertinentes. El clientelismo ahoga
la consolidación de ciudadanía. Es más, cuando estas prácticas clientelares
alientan el individualismo, con políticas sociales individualmente focalizadas
?como las desarrolladas en esquemas neoliberales y que han continuado en los
gobiernos progresistas? pueden llegar a desactivar las propuestas y las
acciones colectivas, lo que termina por afectar a las organizaciones sociales y
lo que es más grave, al sentido de comunidad (25).
Estas acciones desembocan, con frecuencia, en
ejercicios gubernamentales autoritarios y mesiánicos que, en el mejor de los
casos, pueden ocultarse detrás de lo que Guillermo O’Donnel calificaba como
“democracias delegativas”, o lo que hoy se conoce como democracias
plebiscitarias.
Por otro lado, este tipo de gobiernos hiperpresidencialistas
(neoliberales o progresistas), que atienden en forma clientelar las demandas
sociales, constituyen el caldo de cultivo para nuevas formas de conflictividad
sociopolíticas. Esto se debe a que no se aborda estructuralmente las causas de la
pobreza y la marginalidad. Se redistribuyen partes de los excedentes petroleros
o mineros, pero no se dan procesos profundos de redistribución del ingreso y
los activos. Igualmente, los significativos impactos ambientales y sociales,
propios de estas actividades extractivistas a gran escala, que se distribuyen
inequitativamente, aumentan la ingobernabilidad, lo que a su vez exige nuevas
respuestas autoritarias.
Sin pretender que con esto se resuelva la
insustentabilidad intrínseca de la explotación de los recursos naturales no
renovables, siguiendo la recomendación de Anthony Bebbington, una idea de
sustentabilidad ?al menos para la transición? debería ser construida
democráticamente. Los límites al desarrollo deben estar vinculados a la propia
sociedad civil y su participación, no deben estar circunscritos a modelos donde
los actores más poderosos ?las transnacionales y los Estados, muchas veces en
ese orden? son los que deciden. De este modo se pondría a discusión el uso de
los recursos naturales y ésta sería una salida para la atmosfera
antidemocrática que acompaña al mismo extractivismo.
En síntesis, la dependencia de recursos naturales
no renovables, en muchas ocasiones, consolida gobiernos caudillistas, incluso
autoritarios, debido a los siguientes factores:
• Débiles instituciones del Estado para hacer
respetar las normas y capaces de fiscalizar las acciones gubernamentales.
• Ausencia de reglas y de transparencia que alienta
la discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos y de los bienes comunes.
• Conflicto distributivo por las rentas entre grupos de poder, lo que a la larga, al consolidar el rentismo y patrimonialismo, disminuye la inversión y las tasas de crecimiento económico.
• Políticas cortoplacistas y poco planificadas de los gobiernos.
• Conflicto distributivo por las rentas entre grupos de poder, lo que a la larga, al consolidar el rentismo y patrimonialismo, disminuye la inversión y las tasas de crecimiento económico.
• Políticas cortoplacistas y poco planificadas de los gobiernos.
• Ilusión de la riqueza fácil y abundante derivada
de la explotación y exportación masiva de recursos naturales, incorporada como
un ADN en amplios segmentos de la sociedad y los gobiernos.
Del desarrollismo senil al postextractivismo
A alguien ?por mala fe o por ignorancia? se le
podría ocurrir una peregrina idea: si la economía primario-exportadora genera y
perenniza el subdesarrollo, la solución consistiría en dejar de explotar los
recursos naturales. Obviamente, esa es una falacia. La maldición de los
recursos naturales no es una fatalidad del destino, sino una elección. El reto
radica en encontrar una estrategia que permita construir el buen vivir
aprovechando los recursos naturales no renovables, transformándolos en “una
bendición” (Stiglitz, 2006).
Entonces, la tarea pasa por elegir otro camino, que
nos aleje de la maldición de los recursos naturales y de la maldición de las
visiones ortodoxas que nos mantienen subordinados al poder transnacional. Por
eso, una de las tareas más complejas es la construcción y ejecución de una
estrategia que conduzca hacia una economía postextractivista.
Esta nueva economía no surgirá de la noche a la
mañana. Incluso es complejo imaginarse la posibilidad de cerrar abruptamente
los campos petroleros o mineros en explotación. Pero esa transición no será
nunca una realidad si se siguen ampliando las actividades extractivistas y si
no hay alternativas específicas para irlas reduciendo a través de una evolución
adecuadamente planificada. Por cierto que esa transición no es fácil en un
mundo capitalista impensable sin las actividades extractivas como el petróleo,
minería, o forestal. Construir estas transiciones es la gran tarea del momento,
en tanto convoca todas las capacidades del pensamiento crítico, así como de
inventiva y de creatividad de las sociedades y las organizaciones sociales. Los
esfuerzos para dar paso al postextractivismo en el Sur global deberían venir de
la mano del decrecimiento económico (26), o por lo menos, del crecimiento
estacionario en el Norte global; tema que ocupa una creciente preocupación en
muchos países industrializados.
El camino de salida de una economía extractivista,
que tendrá que arrastrar por un tiempo algunas actividades de este tipo, debe
considerar un punto clave: el decrecimiento planificado del extractivismo. La
opción potencia actividades sustentables, que podrían darse en el ámbito de las
manufactureras, la agricultura, el turismo, sobre todo el conocimiento… En
definitiva, no se debe deteriorar más la Naturaleza. El éxito de este tipo de
estrategias para procesar una transición social, económica, cultural,
ecológica, dependerá de su coherencia y, sobre todo, del grado de respaldo
social que tenga.
De lo que se trata es dejar atrás las economías
extractivistas dependientes y no sustentables, que son primario-exportadoras,
sobreorientadas al mercado externo, des-industrializadas, con masivas
exclusiones y pobreza, concentradoras del ingreso y la riqueza, depredadoras y
contaminadoras. Lo que se quiere es construir economías sustentables, es decir,
diversificadas en productos y mercados, industrializadas y terciarizadas con
capacidad de generación de empleo de calidad, equitativas, respetuosas de las
culturas y de la Naturaleza. En este punto conviene propiciar un reencuentro
con las cosmovisiones indígenas en las que los seres humanos no sólo conviven
con la Naturaleza de forma armoniosa, sino que forman parte de ella.
Para lograr poner en marcha esta transición, que
necesariamente será plural, es imperiosa una nueva y vigorosa institucionalidad
estatal y una nueva forma de organizar la economía, así como una concepción
estratégica para participar en el mercado mundial. Se requieren, por lo tanto,
esquemas y organizaciones reguladoras, así como mecanismos debidamente
establecidos que permitan procesar estas transiciones (27).
En la mira está, entonces, la consecución de un
nuevo perfil de especialización productiva para tener países con sostenimiento
interno, en base a un consenso amplio de los diversos intereses. Para lograrlo
hay que robustecer el mercado interno y el aparato productivo doméstico, así
como generar estrategias de transición productiva que permitan que la actividad
extractiva pierda importancia económica. El reencuentro con la Naturaleza está
también entre los puntos prioritarios de la agenda, lo que significa superar
los esquemas y prácticas centradas en la explotación y apropiación de la
Naturaleza. Tengamos presente que la humanidad entera está obligada a preservar
la integridad de los procesos naturales que garantizan los flujos de energía y
de materiales en la biosfera. Esto implica sostener la biodiversidad del
planeta. Para lograr esta transformación civilizatoria, la desmercantilización
de la Naturaleza se perfila como indispensable. Los objetivos económicos deben estar
subordinados a las leyes de funcionamiento de los sistemas naturales, sin
perder de vista el respeto a la dignidad humana y la mejoría de la calidad de
vida de las personas y las comunidades.
Esto obliga a mantener, sin destruir, aquellos
territorios que poseen gran cantidad de valores ambientales y sociales, donde
se encuentra concentrada la mayor cantidad de biodiversidad: la Iniciativa
Yasuní-ITT en Ecuador, es un ejemplo global (28). También conduce a establecer
el concepto de sustentabilidad fuerte (el capital económico no puede reemplazar
íntegramente al “capital natural”), como un nuevo paradigma de la forma de
organizar la sociedad. Y también implica cambiar la contabilidad macroeconómica
convencional por nuevos indicadores e índices de sustentabilidad.
De igual manera, se precisa una amplia y verdadera
participación social para enfrentar el reto del extractivismo a gran escala.
Esto conlleva, imperativamente, a procesar una profunda y radical
redistribución de los ingresos mineros y petroleros, tanto como de otros
ingresos y activos existentes en una economía. Las inequidades (29) deben ser
abatidas, puesto que éstas son la base de los autoritarismos de todo tipo en
todos los ámbitos de la vida humana.
El tema de fondo radica en empezar por no seguir
extendiendo y profundizando un modelo económico extractivista, es decir
primario-exportador. El tratar de desarrollarse priorizando esa modalidad de
acumulación primario-exportadora, que sobrevalora la renta de la Naturaleza y
no el esfuerzo del ser humano, que destroza sistemáticamente el medio ambiente
y afecta gravemente las estructuras sociales y comunitarias, que prefiere el
mercado externo y descuida el mercado interno, que fomenta la concentración de
la riqueza y margina las equidades, no ha sido la senda para el desarrollo de
ningún país. Entonces, tampoco lo será para la construcción de una opción
posdesarrollista, como lo es el buen vivir o sumak kawsay (30).
El buen vivir, al menos conceptualmente, se perfila
como una versión que supera los desarrollos “alternativos” e intenta ser una
“alternativa al desarrollo”; en síntesis, una opción radicalmente distinta a
todas las ideas de desarrollo. Y que incluso disuelve el concepto del progreso
en su versión productivista. Por lo tanto, el buen vivir sintetiza una
oportunidad para construir otra sociedad sustentada en la convivencia del ser
humano, en diversidad y armonía con la Naturaleza, a partir del reconocimiento
de los diversos valores culturales existentes en cada país y en el mundo. La
parte intrínseca de esta propuesta, con proyección incluso global, está en dar
un gran paso revolucionario que nos infunda a transitar de visiones
antropocéntricas a visiones socio-biocéntricas, con las consiguientes
consecuencias políticas, económicas y sociales.
Definitivamente, por la vía del “desarrollismo
senil” (Martínez Alier, 2008), es decir manteniendo y peor aún profundizando el
extractivismo, no se encontrará la salida a este complejo dilema de sociedades
ricas en recursos naturales, pero a la vez empobrecidas. www.ecoportal.net
Alberto Acosta – Economista ecuatoriano. Profesor e
investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede
Ecuador. Ex Ministro de Energía y Minas. Ex presidente de la Asamblea
Constituyente y ex asambleísta constituyente. Nota: En este texto el autor
recoge y sintetiza varios de sus trabajos anteriores.
Referencias:
1. Son varios los tratadistas que construyeron,
desde varias ópticas, este “fatalismo tropical”. Entre otros podemos mencionar
a Michael Gavin, Michel L. Ross, Jeffrey Sachs, Ricardo Hausmann, Roberto
Rigobon e Ivar Kolstad.
2. A pesar de tener tanta historia como modalidad
de acumulación, la palabra “extractivismo” no aparece en el diccionario de la
Real Academia de la Lengua Española.
3. Es un error asumir que el extractivismo existe
solo cuando se extraen recursos minerales o hidrocarburíferos. Hay muchas
experiencias de prácticas igualmente extractivistas en la explotación de madera
o en la agricultura de monocultivo. Sobre el caso del café en Colombia, por
ejemplo, se puede consultar en Oeindrila Dube y Juan Fernando Vargas (2006).
4. Raúl Zibechi ve en el extractivismo de estos
gobiernos progresistas una segunda fase del neoliberalismo (2011).
5. Ver el valioso aporte de Schuldt (2005). También
se puede consultar en Schuldt y Acosta (2006), así como en Acosta (2009).
6. Desarrollo sustentable es aquel proceso que
permite satisfacer las necesidades actuales sin comprometer las posibilidades
de las generaciones futuras. Para la construcción del buen vivir hay que ir
incluso mucho más allá del desarrollo sustentable, hay que asumir a la
Naturaleza como sujeto de derechos.
7. Un sugerente aporte para desmontar los mitos de
la megaminería transnacional es el elaborado en Argentina por el Colectivo
Voces de Alerta (2011).
8. El término “mal holandés” o “enfermedad
holandesa” surge en la década de los 1970, como su nombre indica, en los Países
Bajos donde el descubrimiento de yacimientos de gas incrementaron fuertemente
las divisas en el país. Esto generó la apreciación de la moneda holandesa, el
florín, perjudicando la competitividad de las exportaciones de productos
manufacturados.
9. Recordemos que las rentas ricardianas son
aquellas que se derivan de la explotación de la Naturaleza, más que del esfuerzo
empresarial, a diferencia de las utilidades que derivan del esfuerzo y
creatividad (“productividad”) de la mano de obra.
10. Al inicio de la primera gran crisis global del
siglo XXI, cuando cayeron los precios del petróleo y los minerales, en muchos
países se reforzaron las tendencias para aumentar el volumen producido y para
ofrecer compensaciones a las empresas por los menores ingresos obtenidos.
11. La lista de textos sobre estos procesos de
endeudamiento y crisis es larga, bastaría con revisar en Ugarteche (1986),
Vilate (1986), Calcagno (1988), Marichal (1988) o Acosta (1994).
12. La energía nuclear no supone una liberación del
modelo extractivista. Por un lado, es indispensable conseguir la materia prima,
el uranio, y por otro lado, esta energía es usada para sostener e incrementar
las mismas actividades extractivas, como sucede normalmente con el desarrollo
de grandes represas hidroeléctricas y por cierto, de las plantas que emplean
energía fósil.
13. El Banco Mundial aupó el ingreso de la minería
a gran escala durante la época neoliberal y todavía sostiene que la extracción
masiva de recursos naturales es positiva. Ver Sinnott, Nash y de la Torre
(2010).
14. Este autor aborda la realidad venezolana desde
el gobierno del general Juan Vicente Gómez hasta antes del gobierno del coronel
Hugo Chávez Frías.
15. Sobre los pasivos de la industria petrolera
véase, por ejemplo, el aporte de Fander Falconí (2004).
16. No se trata exclusivamente de la ciudadanía
individual/liberal. Pues, desde la lógica de derechos colectivos se abre la
puerta a ciudadanías colectivas, a ciudadanías comunitarias. Por igual, los
derechos de la Naturaleza necesitan y a la vez originan otro tipo de
ciudadanía, que se construye en lo individual, en lo social colectivo, pero también
en lo ambiental. Ese tipo de ciudadanía es plural, ya que depende de las
historias y de los ambientes, acoge criterios de justicia ecológica que superan
la visión tradicional de justicia. Eduardo Gudynas (2009) denomina a estas
ciudadanías como “meta-ciudadanías ecológicas”.
17. En los términos que lo planteó Eric J. Hobsbawm
(1981).
18. A modo de ejemplo, basta con analizar la
realidad de aquellos países ubicados en el Golfo Pérsico o Arábigo, que pueden
ser considerados como muy ricos en términos de acumulación de ingentes
depósitos financieros y con elevados niveles de ingreso per cápita. Sin
embargo, de ninguna manera pueden incorporarse en la lista de países
desarrollados: los niveles de inequidades registrados son aberrantes, la
ausencia de libertades es notoria, la intolerancia política y religiosa está a
la orden del día. Muchos de sus gobiernos no solo que no son democráticos, sino
que se caracterizan por profundas prácticas autoritarias; Arabia Saudita, una
monarquía con rasgos medievales, sería un ejemplo paradigmático de una lista
bastante larga.
19. En las zonas mineras del Perú, país al que se
pretende poner como ejemplo de apertura minera, las violaciones a los derechos
humanos se han multiplicado en forma exponencial. En este país los conflictos
mineros y petroleros, sobre todo los primeros, superan más del 80% de todos los
conflictos sociales registrados (De Echave, 2008, 2009). Lo que aconteció en
Bagua, en junio del 2009, es apenas uno de los episodios más difundidos de una
larga cadena de represión y violación sistemática de los derechos humanos. En
Colombia, un país azotado por una cruenta y larga guerra civil, cerca del 70%
de los desplazamientos forzados ocurridos entre 1995 y 2002, se produjeron en
áreas mineras. En Ecuador, los más graves casos de violaciones de los derechos
humanos ocurridos en los últimos años están relacionados con empresas mineras
transnacionales y por supuesto, con las actividades petroleras.
20. Nigeria confirma esta aseveración: allí se
registró una larga y dolorosa guerra civil por el control del crudo y
posteriormente, una aguda represión en contra de los Ogoni. Luego del colapso
de la Unión Soviética la violencia no cesa en los países del Cáucaso, ricos en
hidrocarburos: Turkmenistán, Kazajistán, Azerbaiyán, Georgia, Osetia, Daguestán
o Chechenia.
21. Para ilustrar este último caso bastaría con
mencionar la agresión militar norteamericana a Irak y Afganistán, en ambos
países buscando el control de las reservas petroleras y gasíferas. La
intervención de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) en Libia en
el año 2011, podría ubicarse también en este campo de agresiones imperiales
efectuadas para controlar el petróleo y uno de los mayores yacimientos de agua
en el mundo.
22. Así, por ejemplo, Ecuador, como nuevo rico
petrolero, pudo conseguir créditos más fácilmente que cuando era apenas un
pobretón bananero. En pleno auge económico de los años setenta en el siglo XX,
su deuda pública, particularmente externa, creció más que proporcionalmente en
relación al boom petrolero propiamente dicho (es cierto que también creció por
condiciones externas derivadas de las demandas de acumulación del capital).
23. Ver Osmel Manzano y Roberto Rigobon (2001), a
más de la lista de autores citada anteriormente, quienes abordan el tema de la
deuda externa.
24. En Ecuador, uno de los gobernantes militares de
la época del boom petrolero en la década de los 1970, el general Guillermo
Rodríguez Lara, se vanagloria como uno de los logros de su gestión el no cobro
de impuestos.
25. Los diversos proyectos Socio País del gobierno
de la “revolución ciudadana” en Ecuador estarían provocando, consciente o
inconscientemente, estos efectos. Adicionalmente cabría mencionar que este
gobierno trata abiertamente de debilitar y dividir a los grandes movimientos
sociales, sobre todo al indígena, que son férreos opositores a la expansión de
las actividades extractivistas.
26. Incluso en el Sur global hay pensadores que
plantean estas cuestiones para deconstruir la economía, véase Leff (2008).
27. En los últimos años se ha empezado a discutir
cada vez más sobre cómo impulsar estas transiciones. Son varios los autores que
han aportado diversas ideas y sugerencias en este campo, entre otros: Eduardo
Gudynas, Joan Martínez Alier, Enrique Leff y Roberto Guimarães. A modo de
ejemplo concreto, véase el aporte múltiple editado por Alejandra Alayza y
Eduardo Gudynas en Perú (2011). Algunos aportes sugerentes para construir estas
transiciones se podrían obtener del informe sobre el tema elaborado por OXFAM (2009).
El autor de estas líneas también ha planteado algunas reflexiones para la
construcción de una economía pospetrolera (Acosta 2000 o 2009). Cabe anotar que
en el año 2000 se publicaron, por parte de varios autores, varias propuestas
para construir un “Ecuador pospetrolero”.
28. Ver en Martínez y Acosta (2010). Esta
iniciativa se enmarca en una propuesta de moratoria en el centro sur de la
Amazonía ecuatoriana que fue formulada en el año 2000, en el libro de varios
autores, El Ecuador Post Petrolero.
29. Inequidades del tipo económica, social,
intergeneracional, de género, étnica, cultural, regional, especialmente.
30. De una bibliografía cada vez más amplia sobre
el tema podemos sugerir: Acosta y Martínez (2009), Acosta (2010). Otro texto
que permite englobar este debate en un contexto más amplio es el de Tortosa
(2011).
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