En algunos lugares de la Tierra se rompió hace días la barrera de las
400 ppm (partes por millón) de CO2, lo que puede conducir a desastres
socio-ambientales de gran magnitud. Si no hacemos nada consistente,
podremos conocer días tenebrosos. No es que no se pueda hacer nada más.
Si no podemos detener la rueda, podemos sin embargo reducir su
velocidad. Podemos y debemos adaptarnos a los cambios y organizarnos
para mitigar los efectos perjudiciales. Ahora se trata de vivir con
radicalidad las cuatro erres: reducir, reutilizar, reciclar y
reabastecer.
Necesitamos una orientación ética que nos ayude a alinear nuestras
prácticas para superar la crisis actual. En este cuadro dramático, ¿cómo
fundar un discurso ético mínimamente coherente que valga para todos?
Hasta ahora, las éticas y las morales se basaban en las culturas
regionales. Hoy, en la fase planetaria de la especie humana, debemos
restablecer la ética a partir de algo que sea común a todos y que todos
podamos entender y realizar.
Mirando hacia atrás, hemos identificado dos fuentes que guiaron, y aún
guían, ética y moralmente las sociedades hasta hoy: la religión y la
razón.
Las religiones siguen siendo los nichos de valor privilegiados para la
mayoría de la humanidad. Nacen de un encuentro con el Supremo Valor, con
el Supremo bien. De esta experiencia nacen los valores de veneración,
respeto, amor, solidaridad, compasión y perdón. Muchos pensadores
reconocen que la religión, más que la economía y la política, es la
fuerza central que mueve a las personas y las lleva hasta a entregar su
propia vida (Huntington). Otros llegan a proponer a las religiones como
la base más realista y eficaz para construir una ética global para la
política y la economía mundiales (Küng). Para eso las religiones deben
dialogar entre sí y, en el diálogo, acentuar más los puntos en común que
los puntos de disparidad. Con esto se puede marcar el comienzo de la
paz entre las religiones. Esta paz no se basta a si misma, sino que debe
animar la paz entre todos los pueblos.
La razón crítica, desde que estalló casi al mismo tiempo en todas las
culturas mundiales en el siglo sexto A.C., el llamado «tiempo-eje»
trató de establecer códigos éticos universalmente válidos, basados
principalmente en las virtudes, cuya centralidad la ocupaba la justicia.
Pero también afirma la libertad, la verdad, el amor y el respeto al
otro.
El fundamento racional de la ética y la moral -ética autónoma- fue un
admirable esfuerzo del pensamiento humano, desde los maestros griegos
Sócrates, Platón y Aristóteles, pasando por Immanuel Kant hasta los
modernos Jürgen, Habermas y Enrique Dussel, y entre nosotros Henrique
de Lima Vaz y Manfredo Oliveira entre otros de nuestra cultura.
Sin embargo, el nivel de convencimiento de esta ética racional fue
escaso y restringido a los ambientes ilustrados. Por lo tanto, con un
impacto limitado en la vida cotidiana de la gente.
Estos dos paradigmas no han sido invalidados por la crisis actual, sino
que deben ser enriquecidos si queremos estar a la altura de los retos
que nos vienen de la realidad, hoy profundamente modificada.
Para este enriquecimiento necesitamos bajar a aquella instancia en la
cual se forman continuamente los valores, contenido principal de la
ética. La ética, para ganar un mínimo de consenso, debe brotar de la
base común y última de la existencia humana. Esta base no reside en la
razón, como siempre ha pretendido Occidente.
La razón -y esto la misma filosofía lo reconoce- no es ni el primero ni
el último momento de la existencia. Por eso no explica todo ni abarca
todo. Se abre hacia abajo, de donde surge algo más elemental y
ancestral: la afectividad y el sentimiento profundo. Irrumpe hacia
arriba, hacia el espíritu, que es el momento en que la conciencia se
siente parte de un todo y que culmina en la contemplación y en la
espiritualidad. Por lo tanto, la experiencia de base no es «pienso,
luego existo», sino «siento, luego existo». En la raíz de todo no está
la razón («logos»), sino la pasión («pathos»), que se expresa por la
sensibilidad y por el afecto. De ahí el esfuerzo actual para rescatar la
razón sensible y cordial (Meffesoli, Cortina). Para este tipo de razón
captamos el carácter precioso de los seres humanos, lo que los hace
dignos de ser deseables. Desde el corazón y no desde la cabeza,
vivenciamos los valores. Por los valores nos movemos y somos. En último
término, está el amor que es la fuerza más grande del universo y el
nombre propio de Dios. Esta ética nos puede comprometer en acciones
prácticas para abordar el calentamiento global.
Pero tenemos que ser realistas: la pasión está habitada por un demonio
que puede ser destructivo. Es un caudal fantástico de energía que, como
las aguas de un río, necesita márgenes, límites y justa medida. Si no,
irrumpe avasalladora.
Y es aquí donde entra la función insustituible de la razón. Es propio de
la razón ver claro y ordenar, disciplinar y definir la dirección de la
pasión.
Aquí surge una dialéctica dramática entre la pasión y la razón. Si la
razón reprime la pasión, triunfa la rigidez y la tiranía del orden. Si
la pasión dispensa a la razón, prevalece el delirio de las pulsiones del
puro disfrute de las cosas. Pero si prevalece la justa medida y la
pasión se sirve de la razón para un desarrollo auto-gobernado, entonces
puede haber una conciencia ética que nos haga responsables ante el caos
ecológico y el calentamiento global. Por aquí va el camino que tenemos
que recorrer. Para un nuevo tiempo, una nueva ética.
No hay comentarios:
Publicar un comentario