Sexta carta a las izquierdas
Carta Maior
Traducido para Rebelión por Antoni Jesús Aguiló y José Luis Exeni. |
Históricamente, las
izquierdas se dividieron en torno a los modelos de socialismo y sus
vías de realización. Puesto que el socialismo no forma parte, por ahora,
de la agenda política (incluso en América Latina la discusión sobre el
socialismo del siglo XXI pierde fuerza), las izquierdas parecen
dividirse en torno a los modelos de capitalismo. A primera vista, esta
división tiene poco sentido porque, por un lado, actualmente hay un
modelo global de capitalismo, desde hace tiempo hegemónico, dominado por
la lógica del capital financiero, basado en la búsqueda del máximo
beneficio en el menor tiempo posible, sean cuales sean los costes
sociales o el grado de destrucción de la naturaleza. Por otro lado, la
disputa en torno a los modelos de capitalismo debería ser más una
controversia abierta entre las derechas que entre las izquierdas. Sin
embargo, no es así. A pesar de su globalidad, las características del
modelo de capitalismo dominante varían en distintos países y regiones
del mundo y las izquierdas tienen un interés vital en discutirlas, no
sólo porque están en juego las condiciones de vida, aquí y ahora, de las
clases populares, que son el soporte político de las izquierdas, sino
también porque la lucha por horizontes poscapitalistas (a los que
algunas izquierdas no han renunciado) dependerá mucho del capitalismo
real del que se parta.
Dado el carácter global del capitalismo,
el análisis de los diferentes contextos debe tener en cuenta que, a
pesar de sus diferencias, éstas forman parte del mismo texto. De este
modo, la actual disyunción entre las izquierdas europeas y las de otros
continentes, principalmente las izquierdas latinoamericanas, es
perturbadora. Mientras las izquierdas europeas parecen estar de acuerdo
en que el crecimiento es la solución a todos los males de Europa, las
izquierdas latinoamericanas están profundamente divididas sobre el
crecimiento y el modelo de desarrollo en el que se basa. Veamos el
contraste. Las izquierdas europeas parecen haber descubierto que la
apuesta por el crecimiento económico es lo que las distingue de las
derechas, instaladas en la consolidación presupuestaria y la austeridad.
Crecimiento significa empleo y éste, a su vez, mejora de las
condiciones de vida de la mayoría. No problematizar el crecimiento
implica la idea de que cualquier crecimiento es bueno. Se trata de una
idea suicida para las izquierdas. Por un lado, las derechas la aceptan
con facilidad (tal y como están haciendo, porque están convencidas de
que será su tipo de crecimiento el que prevalezca). Por otro,
significa un grave retroceso histórico en relación con los avances de
las luchas ecológicas de las últimas décadas, en las que algunas
izquierdas tuvieron un papel determinante. Es decir, se omite que el
modelo de crecimiento dominante es insostenible. En pleno periodo
preparatorio de la Conferencia de la ONU Río+20, no se habla de
sostenibilidad, como tampoco se cuestiona el concepto de “economía
verde” a pesar de que, más allá del color de los billetes de dólar,
resulte difícil imaginar un capitalismo verde.
En contraste, en
América Latina las izquierdas están polarizadas como nunca en torno al
modelo de crecimiento y de desarrollo. La voracidad de China, el consumo
digital sediento de metales raros y la especulación financiera sobre la
tierra, las materias primas y los bienes alimentarios están provocando
una carrera sin precedentes por los recursos naturales: explotación
minera de gran escala a cielo abierto, explotación petrolera, expansión
de la frontera agrícola. El crecimiento económico propiciado por esta
carrera colisiona con el aumento exponencial de la deuda socioambiental:
apropiación y contaminación del agua, expulsión de millares de
campesinos pobres y de pueblos indígenas de sus territorios ancestrales,
deforestación, destrucción de la biodiversidad, ruina de modos de vida y
de economías que hasta ahora parecían garantizar la sostenibilidad.
Desafiada ante tal contradicción, una parte de las izquierdas opta por
la oportunidad extractivista con la premisa de que los rendimientos
generados se orienten a reducir la pobreza y construir infraestructura.
La otra parte, en cambio, entiende el nuevo extractivismo como la fase
colonial más reciente por la cual América Latina está condenada a ser
exportadora de naturaleza hacia los centros imperiales que saquean las
inmensas riquezas y destruyen los modos de vida y las culturas de los
pueblos. La disputa es tan intensa que incluso pone en tensión la
estabilidad política de países como Bolivia y Ecuador.
La
discrepancia entre las izquierdas europeas y las izquierdas
latinoamericanas reside en el hecho de que solo las primeras
suscribieron incondicionalmente el “pacto colonial” según el cual los
avances del capitalismo valen por sí mismos, aunque hayan sido (y
continúen siendo) obtenidos a costa de la opresión colonial de los
pueblos extraeuropeos. Así, nada nuevo se presenta en el frente
occidental en tanto sea posible externalizar la miseria humana y la destrucción de la naturaleza.
Para superar este contraste y avanzar en la construcción de alianzas
transcontinentales son necesarias dos condiciones. Por una parte, las
izquierdas europeas deberían objetar el consenso del crecimiento que, o
es falso, o significa la complicidad repugnante con una larguísima
injusticia histórica. Asimismo, deberían discutir la cuestión de la
insostenibilidad y poner en causa tanto el mito del crecimiento infinito
como la idea de la inagotable disponibilidad de la naturaleza en que se
asienta, asumiendo que los crecientes costes socioambientales del
capitalismo no son superables con imaginarias economías verdes. Por
último, deberían defender que la prosperidad y la felicidad de la
sociedad dependen menos del crecimiento que de la justicia social y de
la racionalidad ambiental; y tener el coraje de afirmar que la lucha por
la reducción de la pobreza es una burla para disfrazar la lucha, que no
se quiere entablar, contra la concentración de la riqueza.
Por
su parte, las izquierdas latinoamericanas deberían discutir las
antinomias entre el corto y el largo plazo, teniendo en mente que el
futuro de las rentas diferenciales generadas hoy por la explotación de
los recursos naturales está bajo control de pocas empresas
multinacionales y que, al final de este ciclo extractivista, los países
podrían quedar más empobrecidos y dependientes que nunca. Deberían
reconocer también que el nacionalismo extractivista garantiza para el
Estado recetas que podrían tener una importante utilidad social solo si
son empleadas, al menos en parte, para financiar una política de
transición del actual extractivismo depredador a una economía plural en
la cual el extractivismo únicamente será útil en la medida en que sea
indispensable. Esta transición debería comenzar de inmediato.
Las condiciones para políticas de convergencia global son exigentes pero
no imposibles, y expresan opciones que no deben ser descartadas bajo
pretexto de ser políticas de lo imposible. La cuestión no está en optar
entre la política de lo posible o la política de lo imposible. Está en
saber situarse, siempre, en el lado izquierdo de lo posible.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).
Tomado de: http://www.rebelion.org
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