El
siguiente artículo fue publicado el pasado 12 de enero parcialmente por lo cual
solicitamos disculpa ya que no es parte de la política de Pedagogía de la
Insurgencia recortar las colaboraciones remitida por los compañer@s y en forma
de desagravio pasamos a publicar en su totalidad. Deseamos profundamente la
suavidad ante los errores humanos y en coherencia con nuestra praxis para la
emancipación se aprenda de estos detalles para seguir en pie. Salud Compañer@s.
Por Fidel Pirona
El
hecho de que un artista de vanguardia nos estampe su firma en un glúteo
no representa la única ocasión en la vida para considerar nuestros
cuerpos como una obra de arte. Para ser sujeto y objeto de arte corporal
en un diario vivir, es decir, más allá del mundillo del museo, nos
basta con atender la estética corporal cotidiana que cada uno de
nosotros cultiva como proyecto personal más o menos conscientemente.
Pero, claro está, tal atención no debemos reducirla al frívolo abordaje
que de este tema uno podría hallar en revistas de salones de belleza. Y
ello porque la estética corporal cotidiana, de la que trataremos a
continuación en sus estilos neoclásico y neobarroco (uno propio de
fisicoculturistas y metrosexuales, y el otro
propio de amantes del tatuaje, piercings y demás
modificaciones corporales), expresa la construcción de nuestra identidad
en conformidad o inconformidad con ciertos condicionamientos sociales
hegemónicos; siendo así toda una problemática antropológica y política a
flor de piel.
Sabemos que nuestro cuerpo es la estructura física y material del homo sapiens.
No extraña, pues, que algunos intelectuales y religiosos suelan
subvalorarlo como la parte más superficial del ser humano, de la que
aquéllos gustan desprenderse soñando con mundos inmaterializados
existentes sólo en sus cabezas. Pero tal pérdida de conexión con el
cuerpo implica una desconexión con la naturaleza material de la Madre
Tierra , una negación de la mortalidad constitutiva de todo hombre y
mujer, y un olvido de sí. Porque más allá de esos
esquizofrénicos dualismos cuerpo/mente o materia/espíritu, somos “almas
encarnadas” que unificamos lo uno y lo otro, y, por tanto, el cuerpo es
una suerte de expresión densa de nuestra psique o, al menos, el barro
donde quedan registradas las huellas de nuestra vida anímica. Bien lo
reconocen los psicoanalistas cuando, por ejemplo, determinan que la
obesidad no sólo se resuelve cambiando hábitos alimenticios y estilos de
vida sedentarios o aplicando liposucción, tal como nos hacen creer
muchos programas televisivos, sino que también exige tomar en cuenta la
dinámica emocional del sujeto por la cual éste no resiste la
satisfacción erótica del consumo de comida. Efectivamente, de carne y
hueso está hecho el primer punto de partida de un largo viaje de
autoconocimiento.
Cuando
nuestra alma o psique despierta como un cuerpo materialmente más
líquido que sólido, nos damos cuenta primero que dicha materia de plasma
ha sido organizada por la Naturaleza en una forma o apariencia
distinguible del resto de los animales y vegetales, configurándole
partes en perfecta relación a cada una de nuestras funciones orgánicas.
Si la morfología es aquella parte de la biología que estudia la forma y
estructura de los seres vivos, afirmemos entonces que morfológicamente
se nos ha descrito como seres “antropomorfos” (o con forma humana);
aunque, por supuesto, nuestro cuerpo de homo sapiens es una evolución de
la apariencia zoomorfa de primates y demás monos.
Ahora
bien, dentro de la forma antropomorfa no existe una única morfología.
Obviamente los humanos presentamos por naturaleza diferentes
apariencias, ninguna mejor que la otra. En la década de 1940 dicha
heterogeneidad de formas humanas fue agrupada por el Dr. William Sheldon
dentro de tres grandes tipos de cuerpo. Hablamos de su célebre teoría
de los “biotipos” o “somatotipos”, en la que el cuerpo humano, en
función del temperamento del individuo, la forma de su esqueleto,
metabolismo y nivel de grasa, podía ser clasificado como “ectomorfo”,
“mesomorfo” o “endomorfo” (también “Diana”, “Venus” o “Calypso”,
respectivamente, en el caso de la mujer). En resumen, el ectomorfo, al
invertir su energía en
actividades intelectuales, se caracterizaría por mostrar delgadez,
fragilidad y delicadeza en su cuerpo, debido a su musculatura ligera,
pecho plano, costillas prominentes, hombros caídos y brazos largos. El
mesomorfo, por su parte, al enfocar su energía en actividades más
físicas, se caracterizaría por un cuerpo musculoso, de aspecto
rectangular, fuerte o duro, debido a un tórax más ancho que el abdomen,
brazos macizos y piel gruesa. Mientras que el endomorfo, al canalizar su
energía en la pasividad del confort, se caracterizaría por la redondez y
blandura de su cuerpo, debido a la acumulación de grasas en el tórax,
abdomen y caderas, a cierto subdesarrollo muscular y a extremidades
cortas. Al final, casi nadie representa uno de estos biotipos
exclusivamente cual caricatura, sino que se dan combinaciones entre
ellos en un mismo cuerpo.
Siendo,
pues, los biotipos la manera como entendemos las configuraciones que la
Naturaleza hace con nuestra figura antropomorfa, llamemos “naturalista”
a la estética corporal cotidiana de quienes no introducen
modificaciones artificiales en su apariencia por conformarse con su
biotipo o mezcla de ellos. Sin embargo, por más natural que uno quiera
ser, todo cuerpo humano está revestido de cultura, de imaginario, de
lenguaje, precisamente por ser de humanos. Nuestro cuerpo no escapa de
ser campo de aplicación de nuestros artificios. Y para ello sólo ha
bastado que almas inquietas dentro de una forma corporal quizás
insoportablemente fija, quieran liberarse subvirtiendo o
transformando los límites naturales de su presencia encarnada hasta
encontrar alguna apariencia con que mejor se identifiquen individual y
colectivamente. Entonces es cuando uno está consciente, cual artista
corporal, de que su cuerpo es un material plástico, de que su estética
corporal cotidiana es susceptible de ser cultivada y modelada como
proyecto personal en momentos de ocio, y de que en todo esto juega un
rol decisivo la belleza o sentimiento de placer subjetivo suscitado al
contemplar formas objetivas.
El
cultivo de la estética corporal en nuestra cotidianidad urbana presenta
básicamente dos estilos morfológicos contrapuestos entre sí: uno
neoclásico y otro neobarroco. Una aproximación teórica al cuerpo
neoclásico la efectuó paradójicamente Omar Calabrese en su libro La Era Neobarroca
(1989). Allí se aclara que lo neoclásico no son formas ni juicios de
valor gustosos por retornos a imágenes del pasado, sino todo modelo
morfológico subyacente a cualquier fenómeno que lo dote de orden,
estabilidad, simetría y armonía en su apariencia. Calabrese ejemplifica
la búsqueda de estas “cualidades de perfección” en ese
ideal de cuerpo heroico o amazónico tomado de la Grecia Clásica con que
hoy esculpen sus músculos los practicantes de “físicoculturismo” (bodybuilding y fitness).
En efecto, desde el primer concurso organizado por Eugen Sandow en
1901, esta inflación corporal por la hipetrofia cada vez más definida y
voluminosa de masa muscular, mediante alzamientos de pesas, dietas
proteínicas y reposos, ha exigido un modelado escultórico según leyes de
proporción simétrica de las diferentes partes cuerpo, a fin de
satisfacer el momento competitivo de este “deporte estético”: la pose.
No obstante, la evidente popularidad de esta estética corporal
neoclásica en productos mediáticos (desde comics de
superhéroes hasta el porno) y el consecuente
deseo de conversión de tantos y tantos ectomorfos y endomorfos en
mesomorfos (y no al revés), revela sus notas prescriptivas y normativas
como canon de belleza de la cultura occidental. Es decir, todo lo que se
adecúe al mismo se valora estéticamente bello y éticamente bueno, y lo
que no se adecúe se sanciona arbitrariamente como feo y malo, con todas
las discriminaciones consecuentes.
Por
supuesto, esto no es lo único que significa “buena presencia” en los
criterios de admisión de ciertos locales y empresas. La estética
corporal neoclásica no se reduce a casos de fisicoculturismo como
estudió Calabrese. Un concepto propuesto por el periodista Mark Simpson
en 1994 abarca más matices y capta mejor la erótica psico-social del
estándar dominante: los “metrosexuales”. Denunciado al principio como
una estrategia de mercado para atraer a varones heterosexuales hacia el
mundo hasta entonces más femenino de la moda, la higiene personal y los
cosméticos (del griego kosmos = orden u ornamento), potenciando así más consumidores idóneos para salones de belleza, spas, gimnasios y quirófanos
de cirugía plástica, los metrosexuales, hoy hombres y mujeres de
cualquier orientación sexual, son la expresión contemporánea de la
democratización de un culto a la esbelta hermosura de top models
por parte de la publicidad en las sociedades de consumo (“belleza es
salud y fealdad es enfermedad, vejez y muerte a proscribir”). Sabemos
que el cuerpo de modelos suele emplearse en cuñas, vallas y portadas
publicitarias para fetichizar o dar significado erótico al producto
anunciado, potenciando su atractivo como objeto de deseo. De los
metrosexuales suele decirse que son narcisistas, es decir, enamorados de
sí mismos que, por ende, son su propio objeto de deseo; mas afirmar
esto es descartar el obvio hecho de que gustan ser objeto de deseo para
otros, el atraer visualmente con fines afectivos, sexuales o de ascenso
social (“operación colchón”). Pero, ya sean fisicoculturista o
metrosexuales, un narcisista es clínicamente alguien que, por no
desarrollar su personalidad autoconociéndose, siente vacío e irreal su
yo interior hasta el punto de depender del mundo externo para encontrar
espejos que le reflejen alguna identidad. Justo allí el canon neoclásico
parece imponerles por presión social un ego falso o autoimagen formada
cual molde; puesto que no requiere las invenciones resultantes de un
sujeto que se afirma a sí mismo, sino adecuación de todo individuo a su
sexy patrón académico. Total, como dijo una joven a la escritora Martha Satne: “Un bello cuerpo es un pasaporte. Nos permite atravesar las puertas más vedadas para alcanzar el sueño de
nuestra vida”.
No
obstante, como lo formalmente estable, ordenado, regular y simétrico no
agota los gustos del universo cultural contemporáneo, importa atender
también qué formalmente inestable, desordenado, irregular y asimétrico
hallamos en el cultivo de la estética corporal cotidiana. Precisamente
por anticlásica, Calabrese definía como neobarroco a todas aquellas
viejas y nuevas poéticas ligadas a la desestabilización, metamorfosis,
polimorfismo e incertidumbre de las formas de cualquier fenómeno, en
tanto que expresiones de un cambio de mentalidad en la cultura por las
actuales turbulencias y fluctuaciones del sistema de valores vigentes.
Buen ejemplo de esto resulta para este autor la postmoderna fascinación
hacia los monstruos de cine de
ficción, a causa de esa maravillosa y misteriosa excedencia espiritual
de éstos, manifiesta en una desmesura más allá de toda norma de sus
morfologías informes y mutantes; quienes suspenden, anulan o neutralizan
así los juicios de alabanza o desaprobación estética y ética propios de
los modelos morfológicos neoclásicos. Lamentablemente, Calabrese no
estudia tales rasgos anticlásicos en relación directa con el cuerpo
humano; de allí que para configurar una estética corporal cotidiana
neobarroca conviene ahora apoyarnos en un artículo de Alfredo Bryce
Echenique, intitulado “Se exhiben cuerpos desfigurados y distorsionados” (2001), donde explícitamente es abordado lo corporalmente monstruoso, grotesco y hasta freak (anormal)
con que algunos humanos experimentan construirse una identidad
transgresora respecto al canon de belleza, sin considerarlo de
modo negativo o causa de complejos.
Con
base en Mikhail Bakhtin, la diferencia para Bryce Echenique entre un
cuerpo “clásico” o “canónico” y uno “desfigurado” o “distorsionado” (es
decir, neobarroco) radica en la clausura o apertura de la forma
antropomorfa con relación al entorno. En este sentido, mientras que
quien cultiva cotidianamente una estética corporal neoclásica gusta
presentar la apariencia de su cuerpo completa, impenetrable, racional e
individual, mediante el cierre de todo orificio que posibilitaría la
unión de su cuerpo con el mundo externo y la
visibilidad de funciones intracorporales, incluso de fecundidad,
gestación y alumbramiento (por ejemplo, los cuerpos atemorizantemente
perfectos de la serie fotográfica “Fe, honor y belleza”
de Anthony Aziz y Sammy Cucher, 1992); quien cultiva cotidianamente una
estética corporal neobarroca, por el contrario, parece no prohibir,
ocultar o disimular nada de esto, pues gusta de enfatizar los orificios,
protuberancias y convexidades suyas con que interactúa con otros
cuerpos, manteniendo siempre su morfología en proceso de construcción.
Casos hermosamente monstruosos de ello para Bryce Echenique son los
amantes de tatuajes, piercings y demás modificaciones
corporales. Como se sabe, el tatuaje no sólo “abre la piel” por los
continuos pinchazos de una aguja para inyectar tinta debajo de la
epidermis, sino también por explotar esa “transparencia” de este
órgano que permite el paso de la luz para ver la imagen allí
representada. El piercing o perforación es literalmente
una abertura en cualquier parte carnosa o cartilaginosa del cuerpo para
colocar un pendiente. Sumándole otras modificaciones corporales tales
como las escarificaciones (o arte de las cicatrices), los brandings
(o arte de las quemaduras), además de distintos tipos creativos de
implantes subcutáneos, tenemos así todo un repertorio de aperturas que
introducen metamorfosis, irregularidad e informalismo en la forma
antropomorfa.
Aunque
hoy esté de moda, esta estética corporal neobarroca expresa aún
inconformismo o identificación con ciertas subculturas por parte de
individuos quienes, experimentando una identidad personal con los
límites entre el yo y el otro, transgreden sacrificialmente sus cuerpos
para pregonar una ruptura con las presuntas normas, prejuicios y
convencionalismos del canon de belleza neoclásica. Sin duda, la
ambivalencia obtenida corporalmente entre lo cómico y lo horrible,
atrae y repele al mismo tiempo desde una perspectiva no sólo erótica;
pero éste es el riesgo social que asume quien se hace dueño de su propio
cuerpo por pensar de modo
divergente o creativo, en vez de ceder su cuerpo a un canon que
estandariza lo bello, garantiza la aceptación de los demás y hasta ahorra
la responsabilidad de construir una personalidad independiente. Porque,
como afirmara Calabrese, toda estética neoclásica no exalta la
subjetividad, diversidad y relatividad de los juicios de valor, mucho
menos un espacio para la duda, la crisis y el experimento. Su
característica es siempre la minimización del sujeto juzgante y sus
turbulencias, brindando al colectivo aquellas certezas objetivas de
conducta cuya estabilidad resulten más económicas por generar
comportamientos previsibles y seguros. Quizás esto es generalizar y
hasta simplificar un poco las cosas, pues lo neoclásico y lo neobarroco
al final conviven y muchas veces se mezclan en la estética corporal
cotidiana. Pero al menos podemos ahora tratar con más propiedad un tema
tan importante que paradójicamente muy mal nos enseñan: la “cultura
corporal” en tanto que lo sagrado de respeto y lo sagrado de
transgresión de nuestro templo de carne y alma.
Diciembre de 2010.
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