El término género engloba una serie de características y normas de comportamiento asociadas particularmente como masculinas o femeninas. “No nacemos mujeres, nos hacemos mujeres”. Estas palabras de Simon de Beauvoir (El segundo sexo, 1949) supusieron una afrenta crucial al determinismo que trata de justificar las desigualdad en base a diferencias físicas. La idea de que la feminidad es una construcción social tuvo tal fuerza que el concepto “género” entró en la escena para distinguir la llamada identidad femenina del “sexo” biológico.
Más sensibles, pacientes, cuidadoras. Las características asociadas a la feminidad tratan de justificar las desigualdades existentes y los roles que la sociedad nos asigna. Pero la realidad es que en función del momento histórico, el contexto cultural y la clase social se han creado diferentes expectativas y situaciones.
Marx dijo que las ideas dominantes en la sociedad son las ideas de la clase dominante. Mientras a finales del siglo XIX y parte del XX se imponía el papel de la mujer como “ángel del hogar” (pura, religiosa, delicada, inocente) las trabajadoras eran explotadas en unas condiciones abominables, lo cual no facilitaba demasiado dicha pulcritud. En la actualidad, los esfuerzos y obsesiones para conseguir un cuerpo perfecto atormentan a muchas mujeres, si bien responde más a la mercantilización del cuerpo (cosmética, pornografía, moda) y al cliché de mujer rica (aquella que es presentada como un bien más de su marido) que a los intereses de las mujeres corrientes. Sojouner Truth, esclava afroamericana abolicionista, lo ilustraba brillantemente: “Los hombres afirman que la mujer necesita de ayuda para subir a un vehículo. Nadie me ha ayudado jamás a subir a un vehículo ¿y acaso no soy una mujer? ¡Mirad mis brazos! He arado y plantado, y he recogido la cosecha, y no hay hombre que pueda ganarme en esto ¿y acaso no soy una mujer? [...]”.
Los estereotipos de género se convierten en una prisión: un hombre sensible es débil; una mujer agresiva no es femenina. Pero sucede que se mezcla con la tendencia sexual, y una mujer “poco femenina” se intuye lesbiana mientras que un hombre “muy masculino” se sobreentiende heterosexual.
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Ni sexualidad ni género son conceptos fijos, sino que dependen de la cultura y el momento histórico. De hecho, el término homosexual nació en un momento muy específico en occidente, y en otras culturas encontramos diferentes tipologías de la combinación sexo-género. Por ejemplo, los berdaches de algunas sociedades nativas americanas nacen hombres, llevan ropa de mujer, tienen un estatus respetado y un papel espiritual en la sociedad y sólo se casan con hombres no berdaches, que a su vez no son considerados “homosexuales”. Por ello, si dejamos de mirarnos un poco el ombligo occidental, vemos que ni si quiera las clasificaciones que contemplan heterosexualidad, homosexualidad y bisexualidad son universales. Tampoco lo es la obsesión por medicalizar a aquellas personas intersex que al nacer se considera no tienen las características físicas que definen a una mujer o a un hombre, y se interviene quirúrgicamente con la pérdida del placer y la afectación identitaria que conlleva.
Incluso aquellos que no cumplen con los estereotipos heteronormativos, están estereotipados. El capitalismo, cuando no puede aplastar la diferencia o la disidencia, trata de absorberla y sacar beneficio. Tras la liberación sexual de los 60 se produce la sexualización brutal de la mujer bajo el neoliberalismo; tras las victorias del movimiento LGTB irrumpe más tarde la llamada moneda rosa. Las luchas han hecho avanzar muchísimo, pero no podemos parar ya que el sistema trata de fagocitarnos constantemente.
Autodesignación
En los años 90 surge una nueva visión que lleva a cuestionar los preceptos de dos movimientos sociales cruciales en la cuestión sexual. En primer lugar, cuestiona el feminismo radical de la diferencia que, asumiendo las características atribuidas a lo femenino, promueve la identificación de las mujeres como una clase o género separado de los hombres, pero al mismo tiempo como un todo homogéneo que deja fuera a las no occidentales o a las transexuales. Por otro lado, esta nueva visión desafía la perspectiva de los grupos LGTB que acababan generando movimientos separados por identidades, aceptando de forma implícita que ser homosexual es algo estanco y atípico.
La Teoría Queer revoluciona el panorama, desafiando la noción de sexualidad como algo rígido y encasillado. Como explica Judith Butler: “Queer es un término que aspira a que no tengas que presentar el carné de identidad antes de entrar en una reunión […], es un argumento contra cierta normatividad”. No hay ninguna clasificación válida, todas las identidades sociales son igual de anómalas.
Para los que utilizamos el marxismo como herramienta analítica de lucha este análisis es compartido: las fronteras entre las identidades sexuales son una mera construcción social. Esta negación a ser etiquetado y estigmatizado es altamente revolucionaria, pues mina al menos conceptualmente las segregaciones. Sin embargo aquí reside uno de los problemas. Gran parte de esta teoría nace del post estructuralismo y el postmodernismo, que niega la existencia de la clase trabajadora y señala el lenguaje y la política como las estructuras de poder contemporáneo, sin ofrecer una explicación de cuál es el origen de la opresión sexual y de género. Por otro lado, y con la simplicidad que requiere la generalización ya que hay colectivos y movimientos más radicales y anticapitalistas, la estrategia de lucha se enmarca en la autodesignación, los cambios en el estilo de vida y las manifestaciones culturales.
La deconstrucción del género supone la posibilidad de construir un movimiento unitario en la diversidad más rica. Y esta unidad tiene que partir de la lucha anticapitalista, ya que el sistema persigue aquellas tendencias y sexualidades que no cumplen con la reproducción barata y asegurada de la clase trabajadora promovida por la familia nuclear, que como decían no hace mucho activistas de Barcelona ante un acto ultracatólico, es radioactiva.
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