La
escalada desestabilizadora que actualmente sufre la Venezuela bolivariana tiene
un objetivo no negociable: el derrocamiento del gobierno de Nicolás
Maduro. No hay un ápice de interpretación de quien esto escribe en esta
afirmación. Fue expresada en reiteradas ocasiones no sólo por los manifestantes
de la derecha en las calles sino por sus principales líderes e instigadores
locales: Leopoldo López (ex alcalde del municipio de Chacao, en Caracas, y jefe
del partido Voluntad Popular) y María Corina Machado, diputada por Súmate a la
Asamblea Nacional de Venezuela. En más de una ocasión se refirieron a las
intenciones que perseguían con sus protestas utilizando una expresión a la que
regularmente apela el Departamento de Estado: “cambio de régimen”, forma amable
y eufemística que reemplaza a la desprestigiada “golpe de estado”.
Lo que se
busca es precisamente eso: un “golpe de estado” que ponga punto final a la
experiencia chavista. La invasión a Libia, y el derrocamiento y linchamiento de
Muammar El Gadafi son un ejemplo de “cambio de régimen”; hace medio siglo que
Estados Unidos está proponiendo sin éxito algo similar para Cuba. Ahora lo
están intentando, con todas sus fuerzas, en Venezuela.
Esta
feroz campaña en contra del gobierno bolivariano –en realidad, un proceso de
fascistización de larga data- tiene raíces internas y externas, íntimamente
imbricadas y solidarias en un objetivo común: acabar con la pesadilla
instaurada por el Comandante Hugo Chávez desde que asumiera la presidencia en
1999. Para Estados Unidos la autodeterminación venezolana afirmada sobre las
mayores reservas comprobadas de petróleo del mundo, la derrota del ALCA y los
avances de los procesos de integración y unidad en América Latina y el Caribe
–la UNASUR, el Mercosur ampliado, la CELAC, Petrocaribe, entre otros-
impulsados como nunca antes jamás por el líder bolivariano son
desafíos intolerables e inadmisibles, merecedores de un ejemplar escarmiento.
Para la oposición interna el chavismo significó el fin de las prebendas y
negociados que obtenía por su colaboración con el gobierno de Estados Unidos y
las empresas norteamericanas en el saqueo y el pillaje de la renta petrolera, y
que encontró en los líderes y organizaciones políticas de la Cuarta República
sus socios menores e imprescindibles operadores locales.
Tanto
Washington como sus peones estaban seguros de que el chavismo no sobreviviría a
la desaparición física de su fundador. Pero con las presidenciales del 14 de
Abril del 2013 sus esperanzas se esfumaron: Nicolás Maduro prevaleció sobre
Henrique Capriles por un porcentaje muy pequeño, pero suficiente e
indiscutible, de votos. La respuesta de estos oligarcas travestidos en señeras
figuras de la república fue primero desconocer el veredicto de las urnas y
luego desatar violentas protestas que cobraron la vida de más de una decena de
jóvenes bolivarianos, dejando heridos a unos cien, amén de la destrucción de
numerosos edificios y propiedades públicas.
Cabe
consignar que al día de hoy, diez meses después de las elecciones
presidenciales, Washington no ha reconocido formalmente el triunfo de Nicolás
Maduro. En cambio, el inverosímil Premio Nobel de la Paz demoró horas en
reconocer como triunfador de los comicios presidenciales hondureños del 24 de
Noviembre pasado -viciados hasta lo indecible y fraudulentos como muy pocos- al
candidato de “la embajada”, Juan O. Hernández.
El imperialismo
no se equivoca al elegir a sus enemigos: los Castro, Chávez, ahora Maduro,
Correa, Morales; y contrariamente a lo que algunos ingenuamente postulan, no
existe una derecha que sea “oposición leal” a un gobierno genuinamente de
izquierda. Menos aun cuando se trata de una derecha manejada por telecomando
desde la Casa Blanca. Si se comporta con lealtad es porque ese gobierno ya fue
colonizado por el capital. Pese a la violencia de los militantes de la Mesa de
Unidad Democrática que sostenía la candidatura de Capriles el gobierno logró
restablecer el orden en las calles. Contribuyeron a ello la clara y enérgica
respuesta gubernamental y, además, la certeza que tenía la dirigencia del MUD
que las próximas elecciones municipales del 8 de Diciembre -que la derecha
caracterizó como un plebiscito- les permitirían derrotar al chavismo para luego
exigir la inmediata renuncia de Maduro o, en el peor de los casos, convocar a
un referendo revocatorio anticipado sin tener que esperar hasta mediados del
2016 tal como lo establece la Constitución. Pero la jugarreta les salió mal,
porque fueron ampliamente derrotados por casi un millón de votos y nueve puntos
porcentuales de diferencia.
Atónitos
ante lo inesperado del resultado, que por primera vez le ofrecía al gobierno
bolivariano la posibilidad de gestionar durante dos años los asuntos públicos y
administrar la economía sin tener que involucrarse en virulentas y distractoras
campañas electorales, los antichavistas peregrinaron a Washington para
redefinir su estrategia en función de las necesidades geopolíticas del imperio
y recibir órdenes, dineros y ayudas de todo tipo para sostener su proyecto
desestabilizador. Derrotados en las urnas ahora la prioridad inmediata era,
como lo exigiera Richard Nixon para el Chile de Salvador Allende en 1970,
“hacer chirriar la economía”. De ahí los sabotajes, las campañas de
desabastecimientos programados y el desenfreno de la especulación cambiaria
(según recomienda en su manual de operaciones el experto de la CIA Eugene Sharp);
los ataques en la prensa en donde las mentiras y el terrorismo mediático no
conocen límite o escrúpulo moral alguno y, luego, como remate, “calentar la
calle” buscando crear una situación similar a la de la ciudad de Bengasi en
Libia, capaz de desbaratar por completo la economía y desatar una
gravísima crisis de gobernabilidad que tornase inevitable la intervención de
alguna potencia amiga, que ya sabemos quién es, para que acudiese en auxilio de
los venezolanos para restaurar el orden quebrantado.
Una tras
otra todas estas iniciativas terminaron en el fracaso, pero no por ello la
derecha abandonará sus propósitos sediciosos. Leopoldo López se acaba de
entregar a la justicia y es de esperar que esta le haga caer, a él y a su
compinche, María Corina Machado, todo el peso de la ley. Llevan varias muertes
sobre sus mochilas y lo peor que le podría pasar a Venezuela sería que el
gobierno o la justicia no advirtieran lo que se oculta dentro del huevo de la
serpiente. En situaciones como éstas, y ante enemigos como éstos, cualquier
intento de “reconciliación nacional” o de “línea blanda” es la segura ruta
hacia la propia destrucción. Los fascistas y el imperialismo sólo entienden el
lenguaje de la fuerza. López y Machado deberán recibir un castigo ejemplar, siempre
dentro del marco de la legalidad vigente, y no deberían descartarse violentas
manifestaciones para exigir su inmediata liberación.
Tampoco
habría que desechar la hipótesis de que, en su desesperación, la derecha
pudiese apelar a cualquier recurso, por aberrante que sea. Pero el
procesamiento y castigo de los instigadores de tanto derramamiento de sangre no
será suficiente para aventar el riesgo de un brutal derrocamiento del gobierno
bolivariano; la única garantía estriba en la activa movilización y organización
de las masas chavistas para sostener a “su revolución”, con sus muchos aciertos
y también sus errores. Eso es lo único que permitirá aventar el peligro de un
asalto fascista al poder que pondría sangriento fin a la gesta bolivariana, desencadenando
una oleada reaccionaria que reverberaría por todo el continente. De ahí que lo
que esté en juego en estas horas no es sólo el futuro de Venezuela sino el de
toda Nuestra América.
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